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ECONOMÍA

La cuestión agraria: Tierra y posconflicto en Colombia (Juan Camilo Restrepo - Andrés Bernal Morales)

lunes, 25 de agosto de 2014
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Nicanor Restrepo

Sobre el contenido
El libro tiene cinco capítulos, dos anexos que incluyen: el primero, el informe conjunto sobre el tema agrario de la mesa de conversaciones de La Habana y el segundo, un cuestionario de preguntas y respuestas sobre legislación agraria, 14 cuadros con información clasificada, cuatro gráficos ilustrativos, un índice general, la biografía correspondiente y el mapa de la densidad de predios abandonados y/o despojados.

La experiencia, conocimientos y preparación de los autores nos permite seguir a través de dos ejes, con el primero, un juicioso análisis sobre la propiedad, tenencia y de manera inédita, la restitución de la tierra a quienes fueron despojados y  luego con el segundo, una visión del desarrollo rural entendido como instrumento fundamental para la construcción de una política coherente y modernizante, que de prosperar las conversaciones de La Habana y firmarse el fin del conflicto, se desarrollaría en un escenario de posconflicto.

La estructura didáctica nos permite recorrer en un primer capítulo los aspectos centrales de la política trazada para el tratamiento legal y administrativo de la víctimas del despojo de tierras, las ejecutorias para restituirles sus propiedades y un balance del resultado de los primeros años (2011-2013) de la aplicación de normas de restitución de tierras, sus mecanismos administrativos y judiciales y las dificultades que se han tenido que superar por la precariedad o inexistencia de títulos y registros de propiedad en las zonas donde se ha practicado esta política.

Los capítulos segundo y tercero nos presentan los temas relacionados con la “estructura de la de la propiedad agraria, la concentración en la tenencia de la tierra y la atomización minifundista” que se ha profundizado con el proceso acumulativo de sucesiones. 

Continúan con un análisis histórico de los procesos seguidos sobre baldíos, recuperación para el Estado de tierras baldías y fiscales, inversión extranjera y riesgos de acciones especulativas con dichas tierras y terminan con una revisión de la formalización de la propiedad que se dificulta por la desactualización de la información censual y el rezago del catastro rural.

El capítulo cuarto propone una nueva visión del desarrollo rural entendido como la “promoción y dotación de la mayor cantidad posible de bienes públicos”  para estructurar un esfuerzo agrario integral que complemente el esfuerzo de aumentar la tierra de los campesinos y se traduzca en más bienes y servicios que beneficien a toda la comunidad campesina y menores subsidios para pocos.

El capítulo quinto presenta el acuerdo parcial al que se ha llegado con las Farc en las conversaciones de paz con las vigorosas opiniones de los autores que consideran que “en lo que ya está negociado encontramos la esencia de lo que es la política agraria que el país deberá desarrollar para encontrar el camino sostenible hacia la paz”. 

La importancia del análisis de los autores les permite ser categóricos en lo referente a la necesidad de establecer una política rural integral, que deberá adoptarse independientemente de los resultados de las conversaciones y cuyo alcance final es asegurar un desarrollo rural sostenible que elimine la inequidad de las desigualdades entre los mundos rural y urbano.

Aspectos centrales del texto
Se destaca en el texto la necesidad ética y el compromiso político del Gobierno de reconocer y reparar a las víctimas del despojo de tierras que en magnitudes de 4 millones de hectáreas afectadas por abandono forzoso y 2 millones de hectáreas por  usurpación violenta, se produjeron a partir de 1991, año fijado como punto de partida del escalamiento del despojo en diferentes regiones y por diversos agentes como guerrilla, paramilitares y narcotraficantes.

Señalan los autores que para cumplir con ese compromiso  y como soporte político, se expidió la “Ley de víctimas y restitución de tierras”, o ley 1448 de 2011 que fue el marco legal que permitió introducir la celeridad en la restitución de tierras a las víctimas del despojo, creó los jueces especializados en temas agrarios como única autoridad competente para ordenar la devolución de tierras y para promocionar y gestionar el acceso a la restitución de tierras se estableció la Unidad de Restitución de Tierras, que tiene presencia en todas las zonas más críticas del país y de mayor densidad de casos.

La restitución no se limitó a la simple devolución de los bienes despojados, sino que estuvo acompañada de proyectos productivos y de mejoramiento y muestra en el período analizado, un importante avance en términos de ejecución de esta política. Hasta diciembre de 2013 se recibieron 12.217 solicitudes de restitución por 482.272 hectáreas, de las cuales, 2.600 se sustanciaron ante los jueces. 

El valor social y político de la Restitución de Tierras queda perfectamente establecido por los autores cuando afirman que “La política de restitución de tierras representa una valiosa herramienta no solo para reparar los daños ocasionados por el conflicto armado y procurar el restablecimiento de la ciudadanía democrática de nuestras víctimas, sino también para transitar decididamente hacia la reconciliación nacional y la consolidación de una paz estable para el país.” (p. 57)

“La tierra como fundamento para la paz” es el elocuente título que los autores le asignan al segundo capítulo del libro y nada más acertado teniendo en cuenta lo que ha sido la evolución histórica de la propiedad rural en Colombia, que como la presenta Mauricio Rengifo Gardeazábal, se puede dividir en cuatro etapas, la primera de 1830 a 1926, que denomina “la colonización espontánea y el conflicto por las formas de apropiación de la tierra baldía” que trata de la desaparición de partes sustanciales de las propiedades ancestrales, las reformas para la libre circulación de las propiedades, la asignación de grandes baldíos para la colonización y la adopción del código civil. Una segunda etapa entre 1926 y 1960, caracterizada por la expedición de la legislación de tierras motivada por la necesidad de solucionar conflictos agrarios y consagrar la función social de la propiedad. Un tercera etapa entre 1961 y 1994 correspondiente a la reforma agraria donde el Estado actuó en el mercado de tierras para dotar de ellas a quienes estaba dirigida la reforma y una cuarta etapa entre 1994 y la fecha que define como la del subsidio a la demanda y el nuevo conflicto por el territorio, agudizado por el tráfico de drogas y el conflicto armado.

Resulta muy ilustrativo y pertinente el análisis sobre los baldíos y las reformas que se introdujeron en 2013 para administrar debidamente tales bienes del Estado y las gestiones adelantadas para prevenir su apropiación ilegal. Este tema se complementa con la discusión sobre la actualización de las llamadas Unidades Agrícolas Familiares que son el punto de partida en términos de área adquirible mediante la titulación de baldíos y que comprometen los grandes desarrollos agroindustriales que se han promovido en Orinoquía y especialmente en la Altillanura oriental. Para resolver esa polémica los autores proponen que los “modelos de inversión que requieran de las grandes concentraciones de tierra, deberán apostarle a modelos mixtos, sin desterrar la agricultura familiar, que pueden ser eficaces en condiciones normales…”

Es muy importante el planteamiento sobre la precariedad de la titulación de las propiedades que muestra una enorme cantidad de predios sin títulos que impiden a sus propietarios acceder al crédito, a los subsidios y por esas vías a la modernización, fenómeno que se agrava con la atomización de la propiedad y la expansión del minifundio informal. Las acciones emprendidas modificando el sistema tradicional y lento de acreditación de los títulos han permitido acelerar los resultados de regularización de la propiedad rural privada.

Los autores plantean la tesis de la insuficiencia de tierras propiedad del Estado que imposibilita el cumplimiento del mandato constitucional de garantizar el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios y establecen que para su consecución tendrá que efectuarse una reforma agraria “redistributiva” que deberá contar con instrumentos legales ágiles y con tierras suficientes.

En cuanto a las tierras del Estado necesarias para efectuar las asignaciones, podrían ubicarse con la creación de un gran banco conformado con la recuperación de grandes extensiones de baldíos (1 millón de hectáreas recuperables), la disposición real de las tierras confiscadas en poder de la Dirección Nacional de Estupefacientes (400.000 hectáreas) y la desafectación de otras tierras que fueron parte de reservas forestales que dejaron de serlo desde hace tiempo.

Los alcances de la reforma agraria integral propuesta por Restrepo y Bernal establecen los mecanismos para dotar de tierras a los campesinos que adicionalmente a la conformación del banco de tierras con las tierras disponibles que pertenecen a la nación, deberá ampliarse con otros instrumentos  para “sancionar a aquellas que no cumplen con su función social y ecológica”, adquiriendo en el mercado otras tierras que sean necesarias y fortaleciendo los mecanismos de expropiación.

El éxito de la reforma agraria propuesta tendrá que contemplar la protección a los beneficiarios de las adjudicaciones, solucionar los conflictos campesinos vigentes, coordinar las agendas ambientales y de desarrollo rural y promover una política de defensa de las necesidades de la población rural.

La nueva visión del desarrollo rural que presentan los autores, está contenida en el proyecto de ley de Tierras y Desarrollo rural que está siendo consultado previamente con las comunidades indígenas y afrodescendientes, para luego ser presentado al Congreso y establecer lo que ha sido llamado la Nueva Ruralidad, que no se limita a las actividades agropecuarias, sino que “cubre todo lo que contribuye a la mejoría de la calidad de vida de la gente del campo (infraestructura, salud, educación, ciencia y tecnología, servicios públicos…)” (p.145), enfatiza en la provisión de bienes públicos para el campo y propone que las inversiones asociadas al desarrollo rural se focalicen en las áreas rurales de mayor pobreza relativa.

Si prosperaran las conversaciones de La Habana y aquellas que se realicen con el ELN, este proyecto, seguramente con algunos cambios, sería parte de la plataforma legislativa que debería aprobarse como parte de los acuerdos y si no se dieren, debería ser un programa prioritario de modernización y equidad con el sector rural.

Profundizando en la necesidad de ofrecer como condición fundamental para el desarrollo rural integral la provisión de bienes públicos, los autores consideran dentro de esta oferta para los campesinos, la disposición de asistencia técnica, riego, drenaje, ciencia y tecnología, semillas mejoradas, mercadeo, crédito oportuno, entre otros. Muestran como a pesar del atraso en esta materia, entre 2010 y 2013 se lograron avances en asistencia técnica y se empezaron a considerar más de 200 proyectos de riego y drenaje colectivos.

Los autores introducen la discusión sobre el tema de la seguridad alimentaria, que ha estado ausente en el debate nacional y muestra una balanza deficitaria en alimentos prioritarios. No es concebible la verdadera soberanía nacional sin garantizar simultáneamente la seguridad alimentaría y nutricional del país, definiéndola como el producto del balance eficiente de alimentos al alcance de la totalidad de la población y por consiguiente otorgándole la más alta prioridad dentro de las políticas públicas. 

La seguridad alimentaria no depende muchas veces de la oferta limitada de alimentos cuanto de la incapacidad de los sectores más débiles de la población para adquirirlos. Por consiguiente es imperativo trabajar en la erradicación de la pobreza también como medio para acceder a la seguridad alimentaria y nutricional colectiva.

La violencia que vive Colombia de manera continua desde hace más de 60 años “no ha permitido el progreso del sector rural y el fin del conflicto y la corrección de la gran deuda social que ha dejado el despojo de las tierras podrán sumar para robustecer la economía y los niveles de desarrollo humano.” (p. 193)

Las consideraciones que hacen los autores sobre el acuerdo de “desarrollo rural integral” al que se llegó en La Habana permiten concluir que el gobierno pudo “plasmar…la transformación del sector rural que había comenzado a gestarse con la aprobación de medidas en beneficio de las víctimas, el reconocimiento de la existencia de conflicto y la enorme deuda impagada que existe para con los territorios vulnerables y… para las Farc un reconocimiento a sus principios fundacionales campesino y agraristas”.

En un afortunado resumen los autores expresan que lo acordado en La Habana en el punto número uno de la agenda “… no es otra cosa que una moderna política de desarrollo rural, con énfasis en los territorios, que conjuga la dotación de tierras a los campesinos con la provisión de bienes públicos a la comunidad campesina, a fin de inducir una convergencia entre la calidad de vida de las ciudades y la que se experimenta en el campo.”

El texto también se convierte en advertencia sobre el riesgo de reducir la ejecución de las políticas agrarias claves iniciadas y ejecutadas en los primeros tres años del gobierno Santos para modernizar el sector agrario, esenciales  para construir una economía agraria basada en la legitimidad de la propiedad rural y la modernidad y el efecto político que traería restándole credibilidad a todo el proceso de paz.

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