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viernes, 22 de noviembre de 2013

Como estaba previsto desde hace tiempo, el presidente Juan Manuel Santos anuncia que aspirará a la reelección. Quiere permanecer cuatro años más en la Casa de Nariño. 

Es legítimo que lo haga a la luz de la actual Constitución, tras la reforma de Yidis y Teodolindo (Acto Legislativo 2 de 2004), aunque sus posibilidades de lograr el triunfo en las elecciones presidenciales del año entrante no serán las mismas, ni de lejos, a las que tuvo en 2006 el expresidente Álvaro Uribe. 

Pero de todas maneras, como lo hemos dicho varias veces, no es lo mismo ser candidato y a la vez Presidente en ejercicio -con todas las ventajas inherentes a esto último- que candidato a secas, por fuera del poder. Y ello, no obstante la ley de garantías, que para el actual presidente es “absurda”. 

Por tanto, los candidatos que representan otras opciones políticas se encontrarán en circunstancias de debilidad manifiesta y, a diferencia del doctor Santos, deberán esforzarse día y noche durante los próximos meses en búsqueda de los votos en un total desequilibrio, y desarrollar una campaña mucho más ardua. 

Desde la entrada en vigencia de la Constitución de 1991 -que prohibió de manera absoluta la reelección presidencial- una de las peores y más regresivas reformas de las 38 que hasta ahora se le han introducido ha sido precisamente, junto con la de la sostenibilidad fiscal (Acto Legislativo 3 de 2011), la de la reelección del Jefe del Estado, sin siquiera un intervalo de cuatro años como el que antes se consagraba. 

En efecto, se ha desvertebrado la estructura política del Estado colombiano; se ha desbarajustado el sistema de frenos y contrapesos; el Congreso ha perdido toda su autonomía y ha renunciado al control político, convirtiéndose exclusivamente en coro de aplausos al gobierno de turno -ahora más vergonzoso que en el pasado, gracias a la conocida “mermelada”-; no hay equilibrio alguno entre los aspirantes a la presidencia. Ni entre los partidos, con una malsana tendencia al unanimismo; el presidente comienza su período pensando más en sus futuras aspiraciones reeleccionistas que en las políticas del gobierno o en el bienestar de la Nación; todo cuanto se hace y se programa en el ejecutivo tiene un propósito reeleccionista, y por tanto se trabaja para subir y repuntar en las encuestas y en la imagen que para resolver los problemas de fondo; se frustra la alternatividad en el ejercicio del poder; se ocultan muchas irregularidades y corruptelas en el interior del gobierno y la administración; son cooptados los organismos de control; se manipulan los medios de comunicación y se desinforma con frecuencia a la opinión, en guarda de un prestigio, así sea apenas aparente, del gobernante. 

En fin, la figura de la reelección presidencial genera distorsiones y comportamientos malsanos y ha sido nefasta para nuestras instituciones democráticas, por lo cual deberíamos pensar seriamente en regresar a su prohibición absoluta. 

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