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viernes, 13 de octubre de 2017

Tras los escándalos de corrupción en el país, los colombianos nos preguntamos si aún estamos a tiempo para cambiar radicalmente la inercia corrupta de esta sociedad, o si estamos destinados a seguir cayendo en este hueco negro que parece acabar con las esperanzas de tener un mejor país.

La magnitud y la frecuencia de los escándalos que a diario se tejen en los periódicos y en las redes sociales nos dan la sensación que la corrupción nos tomó por completo, tanto en el sector público, como en el sector privado. Sin embargo, es difícil saber si hoy existe mayor corrupción o si, se destapan más que antes casos de este tipo. No existe una medición o un análisis medianamente técnico que permita establecer qué tan corroída está la sociedad en esta materia y si realmente la tendencia sigue hacia un agravamiento. Hay varias encuestas e investigaciones que indican que más de 50 % de los contactos públicos y privados tienen alguna interferencia corrupta, pero son basados en percepciones, más que en hechos.

A pesar de la ausencia de información real, actual y completa sobre el nivel de penetración de la corrupción, no hace falta ser mago para entender que estamos hablando del peor flagelo de los últimos tiempos, que ha viciado prácticamente todos los sectores de la economía y ha alcanzado la raíz de la sociedad.

Ya creo que hay una razón que explica esa dinámica expansiva de este fenómeno y que tiene que ver con el deterioro del sistema mismo que rige nuestro andamiaje político y social. No creo que seamos los colombianos más corruptos o menos éticos que otras naciones; lo que creo es que permitimos que el sistema mismo se vea impulsado desde su origen por prácticas y criterios corruptos que conllevan a una secuencia de efectos indeseables, que se generan en cadena y que van permeando la sociedad en sus distintos eslabones.

El punto de arranque de la cadena de la corrupción, del cual se desprenden todos los demás efectos paulatinos, es la actividad política en sus orígenes históricos y la forma en que todos, con la vista gorda, fomentamos los incentivos incorrectos para esa esencial función de la sociedad.

Las personas que en los pueblos y las ciudades toman la opción de la actividad política descubren rápidamente que difícilmente se pueden hacer elegir, sino se apalancan en los hábitos más ruinosos de esta nación: el clientelismo y el amiguismo. Un joven candidato que se inicia en la política, como cualquier político, necesita dinero y votos y, no encuentra otro camino para conseguirlos que aceptando el apoyo de personas interesadas en conseguir puestos o contratos. Allí se arma el primer gran pacto corrupto. Lo demás, viene por añadidura. Elegido el nuevo político, olvidando el mandato del bien común, cumple sus compromisos secretos para poder mantenerse en el poder y seguir su carrera política. A los empresarios que entran en esa lógica macabra no les gusta la competencia y prefieren seguir apoyando a políticos y haciendo lobby para proteger sus industrias, lo que da vida a grupos o élites de poder político-económico que se establecen en los distintos sectores y, que operan como mecanismos de exclusión para futuros emprendedores.

El cáncer de la corrupción llegó a la columna vertebral de la nación colombiana y por ello, si queremos combatir de raíz este mal, no basta con aumentar las penas de los delitos o eliminar la casa por cárcel; debemos tomarnos en serio la tarea de conseguir una solución sistemática que revise de principio a fin el modelo de gobierno social y que realinee los incentivos de la sociedad civil y de la sociedad política.