Agregue a sus temas de interés

Agregue a sus temas de interés Cerrar

lunes, 20 de noviembre de 2017

Es indudable que nuestro país tiene una cultura de trabajo muy destacada. El colombiano es laborioso y rebuscador, ello le ha merecido una reputación internacional de buen trabajador.

Sin embargo, no todo lo que se deriva de este rasgo cultural es positivo. Las largas jornadas afectan la salud, restan tiempo a la familia, al deporte y a la recreación.

Además, lo que resulta paradójico, nuestros niveles de productividad laboral son muy bajos, comparados con otros países. En el mismo lapso, un colombiano produce mucho menos que su par estadounidense o europeo y algo menos que su similar latinoamericano. Ello ocurre no solamente en los empleos en los que los nuestros cuentan con menores recursos productivos, como en el sector agrícola, sino en trabajos que se realizan en condiciones idénticas o muy similares.

Puede haber varias explicaciones para esta situación, pero una de alta incidencia, es la cultura generalizada de la informalidad.

Nos preciamos de ser uno de los países en los que más rápidamente se constituye una empresa, lo que no es más que un embeleco, pues la mayoría de esas empresas creadas legalmente no están preparadas verdaderamente como unidades empresariales formales, organizadas adecuadamente para enfrentar el duro reto de los mercados.

El empresario informal pone su mayor empeño en el logro de un resultado final, pero pasa por alto o menosprecia varios pasos intermedios esenciales como el diseño, la planeación, la gestión de riesgos, la estandarización de procedimientos, y el respeto por el ordenamiento jurídico y las reglas internas preestablecidas.

Nuestros emprendedores son creativos y recursivos, pero dados a ahorrar tiempo y dinero en concebir y hacer valer protocolos de gestión interna y establecer modelos formales para la toma fluida de las decisiones empresariales. Estoy convencido de que ahí está una de nuestras mayores diferencias con los países desarrollados. Chile o Argentina tienen un ingreso per cápita superior a los US$13.000, mientras que Colombia apenas llega a US$6.000. Nuestra cultura informal es un semillero de pequeñas y medianas empresas artesanales boutique que normalmente no logran llegar a las grandes ligas, porque no se establecen con cimientos formales y con una visión ambiciosa y extendida en el tiempo, sino que se diseñan a punta de olfato y apenas para acomodarse a las vicisitudes del día a día. Esto conduce al menos a dos consecuencias graves: 1. Estas empresas apenas logran capacidad para producir bienes y servicios de buena o decente calidad, no de óptima calidad, lo que se traduce en su inhabilidad para quitarle clientes a la competencia formal. 2. Viven enfocadas en su supervivencia, no crean capacidades para entender el entorno y los cambios de los mercados, no tienen potencial innovador y por ello tienen baja adaptabilidad a los cambios que enfrentan.

La informalidad empresarial no se refiere sólo a la existencia legal de la empresa, el pago de impuestos y al cumplimiento de otras obligaciones, sino además, a la creación y mantenimiento de una cultura hacia lo formal, que se refleja en su organización interna, sus procedimientos y su visión.

Se trata de una situación de raíz que no se soluciona simplemente con sacar una ley de fomento a la formalización. Para cambiar toda una cultura nacional será necesario poner en marcha una gran política pública que construya con el tiempo nuevos incentivos para ir modificando estructuralmente la visión del emprendedor típico colombiano, de forma que, al cabo de unos años, logremos sumar al valioso activo de la capacidad de trabajo, una visión más competitiva de talla mundial.