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viernes, 27 de octubre de 2017

Recientemente, se ha hecho referencia a los resultados exitosos de una corte de Estados Unidos, dirigida por el Juez Hannah de Buffalo, Nueva York, especialista en casos de abuso de drogas y delitos conexos, quien ha decidido evitar al máximo la sanción de cárcel, imponiendo ordenes más eficaces y apropiadas para la rehabilitación de drogadictos infractores de la ley penal (The Economist, edición 21 de Octubre 2017). Ante el fracaso de las medidas tradicionales que no han servido para bajar los niveles de reincidencia y muertes asociadas a las drogas, este audaz juez ha iniciado un programa experimental basado en un esquema de visitas diarias a la Corte de la persona condenada por un periodo significativo, con el fin de verificar de primera mano los avances sobre un plan severo de rehabilitación que normalmente se acoge, a cambio de evitarse medidas de reclusión.

El programa ha servido para rehabilitar a un número significativo de personas y muestra que puede llegar a arrojar por primera vez en años, una reducción de las tasas de reincidencia y muertes asociadas al flagelo de las drogas. En ese sentido, la justicia se convierte no solo en un mecanismo de compensación de daños, sino en un aliado para la gestión de políticas públicas gubernamentales y, es por ello, que se dice que la principal razón para el éxito del programa es la armónica cooperación entre la policía, la justicia y los abogados.

Estados Unidos tiene una larga tradición en la creación de cortes especializadas que se adaptan a las necesidades de cada momento y que exploran mecanismos sancionatorios diferentes a la privación de la libertad.

La tendencia innovadora en materia de decisiones judiciales contrasta dramáticamente con nuestro rígido sistema judicial, en el que no hemos logrado salirnos de las penas tradicionales, cuya eficacia y alineación con los fines de la justicia está bastante cuestionada.

Aunque existen algunas unidades especializadas de investigación en la Fiscalía, no tenemos la flexibilidad normativa ni mental para permitir con fluidez la creación de despachos judiciales especializados que se adapten a las tendencias delictivas de cada momento.

A su vez, usualmente, brillan por su ausencia las penas restaurativas o resocializadoras más alineadas con los fines de la justicia, como por ejemplo, el trabajo social para infracciones menores o medianas, o la generación de compromisos verificables de mejora de la conducta, en beneficio de las víctimas y la sociedad.

Pero, a mi juicio, donde está la mayor distancia con un modelo innovador como el anteriormente señalado, está en que nuestro aparato judicial se ve como una rueda aislada del engranaje estatal, incapaz de servir como un complemento para la ejecución eficaz de políticas públicas.

La mal entendida autonomía de la rama judicial impide la realización de la pretendida colaboración armónica de los poderes públicos y trae como consecuencia que el ejercicio de imposición de sanciones y condenas se den a ciegas, sin conexión con la política pública subyacente. Por ejemplo, como en el caso en mención, con la deseable aspiración de atacar el problema de la drogadicción desde una perspectiva integral del Estado.

Al final de cuentas la justicia, como todas las cosas, responde a una necesidad y aunque es preciso preservar la independencia de cada juez para fallar los asuntos a su cargo, ello no riñe con la posibilidad de alinear de la mejor manera, los objetivos de la justicia con los fines y los programas de todo el Estado en su conjunto.