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lunes, 11 de septiembre de 2017

Mucho se ha discutido acerca de la necesidad de incrementar las sanciones que contempla la ley para las infracciones a las normas de competencia y de criminalizar este tipo de conductas.

Pero la solución no consiste solo en el garrote. De hecho, en el pasado Congreso Internacional de competencia convocado por la SIC, la economista Tanja Goodwin explicaba cómo aun en los Estados Unidos, en donde las sanciones y penas son en extremo severas y hay un sistema de control y represión de estas prácticas muy estructurado, se estima que los carteles que llegan a detectarse equivalen tan solo a 30%.

Y es que mientras no se trabaje en generar una verdadera cultura de competencia no habrá pena ni sanción suficientemente disuasiva que sirva para combatir estos fenómenos y en esa labor, que probablemente tomará bastantes años, debemos comprometernos todos, no solo las autoridades, sino también los abogados y asesores que trajinamos en estas materias.

Ciertamente en nuestra cultura, de México para abajo, el tema de la competencia no estaba, hasta hace muy poco, entre los valores empresariales lo que es explicable si se considera que tradicionalmente el modelo imperante en nuestras economías fue el Cepalino que propendía por la sustitución de importaciones y una economía cerrada.

No en vano, algún alto funcionario de la Autoridad de Competencia de Venezuela, en la época previa al gobierno de Chávez, relataba en una ocasión que una de las primeras denuncias que llegó a esa autoridad, fue la de un indignado empresario que instauró una queja contra un competidor por una conducta de competencia desleal consistente en que el acusado habría incumplido un acuerdo de precios.

Pero que no se diga que el tema es exclusivo de Latinoamérica. A la confusión sobre lo que es censurable y sobre lo que no, contribuye no solo la falta de claridad de las regulaciones y políticas que se dan silvestres en la mayoría de los sistemas, más en unos que en otros, sino la doble moral de algunos países que al mismo tiempo que combaten de manera draconiana las conductas restrictivas en sus propios mercados las promueven en los demás. Es el caso de los Estados Unidos que través de regulaciones como la Ftaia y la Export Trade Company Act, le dan luz verde a los carteles y otras prácticas anticompetitivas de sus exportadores, siempre que ellas no tengan efectos en el mercado de ese país y no afecten a los demás exportadores.

De ahí que los asesores y abogados debemos acometer la tarea de ayudar a las empresas a generar una cultura corporativa, un convencimiento genuino y auténtico de la necesidad de cumplir con las normas de competencia, de contribuir a fijar límites y sistemas de alarma que se activen cuando los funcionarios de la compañía incurran en prácticas riesgosas y los correctivos que de inmediato deben adoptarse. En ese propósito juegan también papel de primordial importancia el diseño y desarrollo de protocolos y programas de cumplimiento a los que se ha hecho referencia en anteriores columnas. Así mismo son instrumentos fundamentales las asignaturas, especializaciones y centros de estudio sobre el derecho de la competencia, que cada vez tienen más eco y cobran mayor importancia en las facultades de derecho. Por su parte, y dado lo escuetas que suelen ser las leyes de competencia que están conformadas por tipos demasiado abiertos y generales, las autoridades deben empeñarse a fondo por dar la mayor certeza posible sobre los criterios de aplicación de las normas, pues no es posible desarrollar una verdadera cultura si no hay certidumbre, unidad de criterio y claridad sobre las conductas prohibidas.

Así, sería muy útil, por ejemplo, clasificar y difundir las decisiones y la jurisprudencia de la Superintendencia y de los jueces para conformar un acervo que pueda servir de pauta y orientación a la comunidad empresarial. Se requiere igualmente que las autoridades pongan especial empeño en respetar de manera rigurosa sus propios precedentes.

En este propósito de generar una auténtica cultura de competencia es entonces imprescindible que el sector público aúne esfuerzos con el privado, los abogados practicantes y la academia, y se continúen propiciando los espacios de encuentro para debatir y trabajar conjuntamente en desarrollar los temas propios de esta disciplina.