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lunes, 20 de noviembre de 2017

Es una tendencia común atribuir los problemas que aquejan a la justicia exclusivamente a los togados -más aún en una coyuntura en la que la integridad de los miembros de las Altas Cortes se encuentra gravemente cuestionada-. Sin embargo, la corrupción campea también en el ejercicio de la profesión de abogado, situación que requiere decisiones que vayan más allá de la inclusión de cursos de ética en los programas de pregrado.

El problema de la justicia comienza con la laxitud de los requisitos exigidos para la creación y funcionamiento de las facultades de Derecho, lo que se refleja en la proliferación de abogados egresados de todo tipo de instituciones, incluidas “universidades de garaje”.

Para obtener el título de abogado solo se requiere la presentación de la prueba Saber Pro y para ejercer la profesión jurídica en todo el territorio nacional a duras penas se exige inscribirse ante el Consejo Superior de la Judicatura, lo que genera el derecho automático a la expedición de la tarjeta profesional.

En otras latitudes, los requisitos para incursionar en la práctica del Derecho son de lejos más estrictos. Es así como, en países como EE.UU. y Francia para ejercer como abogado es menester haber obtenido un título de postgrado.

Adicionalmente, los abogados estadounidenses deben aprobar los exigentes exámenes del Bar del estado en el que pretenden desempeñarse; mientras que, los franceses deben cumplir requisitos que incluyen la pertenencia obligatoria a un colegio de abogados. En el país galo, los colegios de abogados locales, que gozan de autonomía frente al Estado, llevan a cabo primordialmente las siguientes funciones: expedir permisos para ejercer la profesión, realizar el control disciplinario y establecer las normas deontológicas que deben seguir sus miembros.

Sin embargo, las experiencias de los países latinoamericanos, en donde se han establecido estos entes colegiados, no han sido las más afortunadas, toda vez que ellos han perdido su esencia técnica y profesional para convertirse en organismos politizados con altos grados de corrupción. Además, se aduce que esos órganos son violatorios del derecho de libre asociación. De hecho, en países como Ecuador y Puerto Rico se ha declarado que son contrarios a la Constitución.

Si bien no es claro el panorama, en la medida en que no existe una fórmula mágica para hacer frente a los incumplimientos de los deberes y funciones de abogados y jueces y a sus faltas de ética, lo cierto es que no podemos quedarnos impasibles ante los fenómenos que erosionan de manera grave los fundamentos y la credibilidad de nuestro ejercicio profesional y de la función judicial.

En este orden de ideas, más allá de reformas formales, como podría ser el reemplazo de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura por la Comisión Nacional de Disciplina Judicial (art. 257 C.P.), la verdadera solución puede estar más al alcance de lo que imaginamos. Por ejemplo, exigir requisitos mucho más rigurosos para el funcionamiento de las facultades de Derecho, vigilar la calidad de sus programas y elevar las exigencias para ejercer como abogado e ingresar a la función judicial. También, requerir de los jueces la aplicación estricta de las condenas en costas frente a acciones temerarias, así como responsabilizarlos por la inaplicación de esas medidas.

En relación con el régimen disciplinario de jueces y magistrados, hay quienes sugieren conformar salas ad hoc, accidentales o transitorias, integradas por pares de las otras cortes. Por consiguiente, no se requiere de grandes reformas o de crear nuevos organismos para mejorar en algo el régimen disciplinario de abogados y jueces.