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jueves, 21 de septiembre de 2017

Decidiendo sobre cuál podría ser el tema de la columna, opté por escoger un gran asunto con muchas aristas que lo componen: la justicia colombiana. Aristas que, por sí solas, podrían dar para un solo artículo.

Como abogado litigante, que a diario experimenta audiencias con el nuevo y antiguo código de procedimiento tanto en el ámbito civil, como en el contencioso, no me sorprendió especialmente el cartel de la toga. De lo que nos enteramos, es apenas un ápice de lo que sucede en toda la Rama Judicial.

El ‘Cartel de la Toga’ no solo está en las Altas Cortes, sino también a nivel de tribunales y juzgados y, además, cuenta con otras versiones distintas a la de pagar para favorecer en un proceso judicial determinado.

La corrupción está presente por todo lado en que se mire a este poder. Según el diccionario de la Real Academia Española, corrupción en las organizaciones, especialmente públicas, es la práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, por parte de sus gestores.

Corte Constitucional, Corte Suprema de Justicia, Consejo Superior de la Judicatura e incluso el Consejo de Estado (en la actualidad se investiga el vínculo entre el ex fiscal Montealegre y el exconsejero Enrique Gil Botero) se han visto untadas por este asuntos. Pero como dije, la corrupción no solo se da en las altas esferas; en las bajas también, aun cuando a los medios les importe nada.

A niveles bajos, también se utilizan las funciones para obtener provecho económico y sexual. Y no me refiero solamente a los magistrados del Meta que, supuestamente beneficiaban a procesados a cambio de fiestas sexuales. Igualmente me refiero a aquellos, en su mayoría jueces de género masculino, que exigen favores sexuales a mujeres para ser promovidas o mantenidas en sus puestos. Jueces del circuito y de ahí hacia abajo.

Por ello, la extrañeza de toparse en los despachos a personas que no estudian derecho coadyuvando al ejercicio del derecho. Ah, pero que tampoco nos sorprenda escuchar que el juez nombre a tal o cual persona a cambio de una fracción de su sueldo.

A eso, hay que sumarle los sindicatos, que lo único que hacen es cesar labores tres meses antes de la vacancia judicial, para levantar el paro veinte días antes de la fecha feliz, con el fin de, entre otras, trabajar solo quince días de ese mes.

Yendo un poco más a lo particular, nos topamos con aquellos jueces y funcionarios del despacho que no han entendido que su función es prestar un servicio público y que su sueldo sale de nuestros bolsillos.

Sin usuarios de la justicia, no existirían sus cargos y, por tanto, nadie tiene que rendirles pleitesía para que cumplan la labor por la que fueron contratados. Infortunadamente, el sistema e incluso la infraestructura de los juzgados, están diseñados para superponerse sobre los actores del sistema y proyectar superioridad.

Cuando uno mira con detenimiento un estrado judicial, se percata que los únicos puestos físicamente elevados son los del juez y el del secretario ad hoc ¿Acaso ellos son superiores a las demás partes? Por supuesto que no. El juez no es más, pero tampoco menos, que aquel sujeto que es nombrado para servir al público, cuyo sueldo sale de los bolsillos de los contribuyentes y que cuenta con determinadas facultades para regir un proceso judicial, sin que esto lo haga más que las partes y sus abogados.

Difícil camino el que nos toca a los actores del sistema ¿La solución será una reforma constitucional?