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viernes, 20 de octubre de 2017

Muchos problemas de la vida diaria no necesitan grandes soluciones, sino solo acciones pequeñas con verdadero impacto; aunque pequeñas, es complejo lograr que se realicen sin mayor esfuerzo, de forma natural, pues exigen el cambio de mentalidad de las personas llamadas a actuar. La congestión de la administración de justicia puede mitigarse con este tipo de pequeñas acciones. Me refiero a la actitud de quienes intervienen en los procesos: si su actuar fuera de buena fe y leal, seguro la congestión de los despachos judiciales sería algo excepcional y anecdótico.

¿Cuántos litigantes ensanchan sus discursos, escritos y orales, con una retórica innecesaria para el objeto del proceso? ¿Cuántos sujetos procesales piden aplazar diligencias sin motivo real? ¿Cuántos recursos, audiencias y solicitudes se hacen simplemente para ‘ganar tiempo’ o ‘estratégicamente distraer la atención’? Esas conductas no son muestra de abogados versados ni de togados sapientes. Las cosas hay que decirlas sin velos: son acciones de mala fe y deslealtad. Además del reproche ético y disciplinario que deben tener, esos comportamientos impactan en la duración de los procesos, en la eficiencia del aparato judicial.

Cuando alguien aplaza un compromiso judicial, no solo dilata ese evento sino muchos otros porque afecta la programación de los despachos y las agendas de los otros intervinientes en el respectivo proceso. Si una audiencia tarda más de lo normal porque alguien hizo solicitudes impertinentes o habló más de lo necesario, se afecta la realización de otras diligencias y los procesos terminan como escenarios histriónicos o de debate deontológico (el teatro, la política y la filosofía, que tanto disfrutamos, deben existir, pero fuera de la administración de justicia). Cuando alguien hace una solicitud evidentemente impertinente, pierde credibilidad y respeto de los demás que participan en el proceso; de paso, en vez de lograr alguna ventaja estratégica, termina perjudicando a su cliente.

Sin excepción, todos los códigos de procedimiento exigen a los intervinientes actuar con lealtad y buena fe; contienen herramientas para conminar a los sujetos procesales a comportarse bien. Esas normas a veces son letra muerta, pues los encargados de hacerlas cumplir no las ponen en práctica -por desconocimiento de las mismas o por temor a las consecuencias que tengan por aplicarlas-. Las sanciones están contempladas en las normas disciplinarias de abogados y funcionarios, pero, además que no siempre es fácil ejecutarlas, no me equivoco si digo que sancionar es poco eficiente cuando de cambiar las cosas se trata, y el mal comportamiento de los intervinientes en el proceso no es la excepción. Algo falla en la formación de los juristas; tal vez el error esté en las escuelas de derecho o quizá las cosas vienen desde la formación de casa y el ejemplo de la comunidad; tal vez sea un conjunto de causas no sencillo de descifrar en estas pocas líneas.

De cualquier modo, el mensaje es que dentro las estrategias para solucionar los problemas de la justicia y, particularmente, su congestión, debe estar el cambio del comportamiento de los sujetos procesales, que realmente contribuya a la eficiencia del aparato judicial, cercene las maniobras dilatorias de una buena vez y realmente haga natural comportarse de forma leal y de buena fe. Mientras los creadores de política pública no sean conscientes de esta falencia, cualquiera otra estrategia contra la congestión judicial estará llamada al fracaso, a que los seudo-diestros intervinientes en los procesos los mantengan en ese lento e ineficiente ritmo o como se lo escuché a un colega: a mantener el caótico pero cómodo statu quo.