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lunes, 23 de octubre de 2017

Es sabido que en las contiendas electorales abundan la pluralidad de conceptos, las propuestas y las promesas a la opinión pública, en su mayoría, amoldadas a partir de las posturas ideológicas que emanan de las estrategias de cada candidato. Las redes sociales, las encuestas, los medios de comunicación, la publicidad, los eventos y la agenda en general de cada aspirante sin duda es la que marca una referencia de socialización con respecto a sus ideas y planteamientos, pero sobre todo al tono que enmarcará en su discurso.

La inmediatez de los medios, la multiplicidad de la oferta digital y el acceso irrestricto a confrontaciones editoriales, afortunadamente han permitido que la opinión pública de hoy, se forme un concepto más completo de cada opción electoral, por lo menos con algo más de fundamento que hace 20 o 30 años en donde simplemente se votaba por el color de un trapo.

La enorme cantidad de medios, los diferentes escenarios de cercanía con los candidatos y las opciones tecnológicas para multiplicar en simultánea diferentes mensajes, han permitido que la política se viva de una forma más directa y participativa, incrementando la persuasión en el mensaje, pero tristemente también acrecentando los riesgos de fanatismos desmedidos amparados en las corrientes de desinformación.

La guerra por ejemplo, que durante los últimos 52 años ha sido una constante electoral en el mensaje y las posiciones de los candidatos por el trasfondo político que ha tenido en las regiones y coyunturas propias de cada sector, claramente aún tiene un enfoque que polariza y se ha prestado para incrementar con mayor rigor el tono desfasado en las posiciones de la mayoría de los aspirantes a algún cargo por elección.

La responsabilidad de los líderes que en su mayoría debería centrarse más en las propuestas, se ha desacreditado por el tono desmedido que utilizan para expresar sus enriquecedoras posiciones. Las mentiras, los descalificativos, los datos imprecisos, uno que otro hacker o asesor que implemente la estrategia del rumor infundado y macabras jugadas de persuasión infundadas en la ley del “espiral del silencio”, son el pan de cada día que parece no querer que se termine la guerra en Colombia, pasándola de los fusiles y el monte, a los despropósitos editoriales.

La opinión pública ha venido reaccionando paulatinamente a esa realidad. Colombia merece que la guerra termine, tanto en la selva y los montes, como en los improperios en los discursos. Cada dardo editorial fanático lanzado en las ciudades, se puede convertir en un suceso de violencia en la periferia. Qué injusto con nuestra historia, que con las críticas válidas a un acuerdo que en su fin más importante y valioso, sacó de circulación a quienes han desangrado injustamente a Colombia hace 52 años, ahora sean nuestros propios líderes, los que activen la violencia desde la clandestinidad de un teclado.

Después de más de medio siglo, Colombia y la opinión pública merecen un debate con propuestas y coherencia. Por primera vez, el electorado puede votar en contra del miedo y la desgarradora historia donde los verdugos ya se pueden derrotar en las urnas y no en las implacables y reprochables manos de la guerra.

Bienvenidas las buenas maneras en la política, el respeto, la coherencia y las propuestas de todas las corrientes democráticas que fundamentan el amplio abanico de posibilidades para los votantes, que estamos aburridos hasta las entrañas de los patéticos pronunciamientos que fomenten el miedo, el odio y la guerra. ¡A proponer candidatos! Ya hay alguien que está haciendo esa labor con resultados visibles además de paz y reconciliación, con propuestas vinculantes a favor de las realidades de la calle.