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  • Cristina Rueda Londoño

miércoles, 3 de abril de 2013

En diciembre, el Gobierno acordó con Cerro Matoso la prórroga de su contrato. Y llovieron las críticas.Que prorrogaron el contrato que no era. Que era muy temprano para una prórroga (el contrato prorrogado se vencía en 2029). Que no estaba al día con sus obligaciones. Que no contaba con todas las licencias que actualmente necesita. No voy a aburrirlos con detalles, pero lo cierto es que evidenció las preguntas tan complicadas que tienen que hacerse los funcionarios al decidir si prorrogan los contratos.

Para entender el tema, hay que tener antecedentes sobre las prórrogas en estos contratos. Aunque no todos, la mayoría de los contratos grandes de minería se firmaron en los ochenta y, sobre todo, en los noventa, bajo el régimen del Código anterior (Decreto 2655 de 1988), que no otorgaba derecho a prórroga. Esto cambió con la Ley 685, que permitió prorrogar los contratos de concesión y autorizó, a los que estuvieran bajo el régimen anterior, acogerse al nuevo. Pero no estableció qué habría que hacer para que se diera la prórroga, surgiendo la pregunta de si había que cumplir con alguna condición o si bastaba con pedirla para tener derecho a ella. Como reacción, la Ley 1382 dispuso explícitamente que la prórroga no podría ser automática; había que contar con nuevos estudios técnicos, económicos, ambientales y sociales, y negociar sus condiciones, permitiendo pactar contraprestaciones diferentes a la regalía, exigiendo que la prórroga solo se otorgara si se demostraba beneficiosa para los intereses del Estado.

Entonces, ¿cuál es el problema? En mi opinión hay dos: (i) no es muy claro cuándo debe haber lugar a la prórroga, es decir, cuándo hay un beneficio para el Estado; y (ii) cómo determinar esta conveniencia cuando haya muchos contratos cuyos términos se venzan simultáneamente. Si bien antes del 2001 el Estado solo había celebrado menos de 200 mineros, entre 2001 y 2013 ha celebrado más de 15.000 contratos. Es cierto que muchos de estos contratos no pasarán la fase de exploración (digamos, solo 5.000), y que de los que la pasen solo una fracción tendrán suficientes reservas que ameriten la prórroga (para este ejercicio, pensemos que únicamente una quinta parte quiere prórroga). Esto significa, en plata blanca, que habrá mil contratos para prorrogar en un término de diez años. Así, anualmente habrá que estudiar y negociar prórrogas de, por lo menos, cien contratos. Para la negociación de la prórroga de Cerro Matoso, el Gobierno destinó un equipo de cinco personas para estudiar la conveniencia de otorgar la prórroga durante un año; en efecto, sería imposible contar con todos los requisitos para estudiar cien prórrogas anuales.

Ante esto, cualquiera pensaría que contar con una fórmula clara para determinar cuándo debe concederse una prórroga, deja de ser una comodidad y se vuelve indispensable.

¿Entonces? Indudablemente es más fácil decirlo que hacerlo. Por una parte, porque la minería no es un producto de consumo masivo estandarizado; no es lo mismo una mina de carbón o ferroníquel, que una de sal, esmeralda, oro, o una cantera. Por otra, tampoco es lo mismo una mina operada por una multinacional que por una empresa local, o una de mineros tradicionales; no es lo mismo en cuanto al conocimiento que tienen de la mina, la información que tienen sobre el impacto de la minería, ni sobre su rentabilidad.

La pregunta termina siendo ¿cómo hacer para poner reglas uniformes a algo que no lo es? Debo confesar que no sé, pero creo es que es algo para lo que el Gobierno debe prepararse.

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