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  • Juan Pablo Riveros

jueves, 9 de enero de 2014

La sociedad colombiana está contenta, como mico estrenando lazo. El probo Congreso de la República ha acertado -por fin- y, recogiendo el clamor ciudadano, ha legislado en contra de los borrachos al volante.

Buen negocio para el Mira, que se abroga la paternidad de la ley; buen negocio para el Gobierno, que ha podido exaltar al legislativo por su patriótico esfuerzo; mejor negocio - quizá el de más altos réditos - para Capulina, el general Palomino, que logra conjurar, al menos temporalmente, la crisis de corrupción en la que se ahoga la Policía Nacional y ahora se la pasa escondido detrás de los árboles pillando ebrios al timón, desde que haya una cámara de televisión al alcance.

Buen negocio también para la prensa, que se solaza con cada retén y le echa fuego a la hoguera hasta decir no más.

Viene entonces a descubrirse que la clave era imponiendo multas exorbitantes, por parte del mismo Estado que irriga recursos provenientes del alcohol para la maltrecha salud; el mismo Estado que, en el caso de Bogotá, no se opone a abrir y costear lugares para otros adictos que en lugar de consumir licor consumen otras sustancias; el mismo Estado que con vergüenza debe salir a reconocer su incapacidad de cobrar las multas y las sanciones que favorecen al Tesoro Nacional; el mismo Estado que ante la evidencia no tiene necesidad de confesarse incapaz de controlar o al menos atenuar su propia corrupción.

Lo importante, ya no en el caso del Estado sino en el de este Gobierno, era entrar en el carrusel de lo populachero y sancionar la cacareada ley contra los borrachos.

Hay mucho que decir sobre la disposición, lo primero y más importante, que es lógico que se castigue a los borrachos al volante. Lo cual, dicho sea de paso, era posible dentro del marco normativo previamente existente, como no fuera por la sospechosa ambigüedad y venalidad de la Fiscalía y de los jueces penales, posiblemente los principales responsables de las paradójicas decisiones que, a los ojos de la sociedad, hacían ver más grave el hurto de una libra de chocolate que el homicidio cometido por un ebrio al volante bajo condiciones inobjetables de dolo eventual. Para decirlo claro: no era que no hubiera cómo castigar ejemplarmente a los borrachos. Era que las interpretaciones leguleyas permitían salidas de emergencia que se usaron prácticamente en todos los casos más sonados de los últimos dos o tres años. 

Pero hay más que decir: por el camino filosófico que busca recorrer esta ley, todos los problemas del país, casi todos, estarían resueltos de plano. Al mejor estilo de Chávez en lugar de decir ¡Exprópiese!, se diría ¡Múltese! Y santo remedio, sería posible entonces recobrar el imperio de la Ley.

Evidentemente las cosas no son tan sencillas: la vindicta que algunos expertos consultados por El Tiempo juzgan como una ley adecuada y benéfica es solamente eso, una ley hecha para la tribuna, que además se viene ejecutando a placer de la Policía Nacional, montando retenes espectáculo como si en Colombia no hubiera otras necesidades de presencia de la fuerza pública. 

Hay que repetirlo con claridad: nadie discute la necesidad de aplicar esta ley con todo el rigor que sea requerido. Lo que en manera alguna puede dar pie, como está sucediendo, a que alrededor de esta nueva disposición se monte todo un espectáculo diseñado para mostrar que en Colombia la ley se cumple. Ya lo previene Antonio Caballero: esta disposición será una fuente adicional de corrupción. No lo pongo en duda. Es cuestión de que pase la fiebre. 

Edificante, pero menos vendedor claro está, sería adoptar otras decisiones tendientes a prevenir el problema y no a hacer de este drama un espectáculo. Por ejemplo se debería obligar a las empresas de taxis a garantizar disponibilidad mínima de automóviles en las fechas de presumible mayor consumo, cosa que como a todos nos consta, no sucede. 

Bien podría la Policía ofrecer transporte bajo ciertas condiciones, hacer las pruebas en los parqueaderos antes de que los borrachos tomen el automóvil y ayudarles a conseguir otro tipo de transporte y, en general, tomar la ley con sentido constructivo y pedagógico como se hace por ejemplo con los adictos a los narcóticos, en lugar de sentarse a esperar en las esquinas. Con lo cual, dicho sea de paso, no se evitan las tragedias. Porque con el volumen de automóviles que circulan en el país, ninguna cantidad de retenes será suficiente para solucionar de raíz el problema.

Otra cosa es que a la Policía y al gobierno les gusta hostigar y salir en pantalla. Tanto como sea posible. Presumen ellos que la ciudadanía piensa que de esta forma están cumpliendo con su deber. Pero bien sabemos que están dedicados a otras cosas. 

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