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  • Sebastián Salazar

sábado, 17 de noviembre de 2012

La regla general (fundada sin duda) es la indignación por años de maltrato al consumidor y la promesa de un mundo mejor con la aplicación de dicha norma.

No obstante lo anterior, el objeto de este escrito es tangencialmente diferente y se orienta a intentar salvar, los derechos de aquellos que cumplen con sus obligaciones de protección y respeto ante los consumidores, sobre todo cuando por los anteriores prejuzgamientos se ven perseguidos injustamente.

La situación actualmente para los comerciantes no es la mejor, navegando en aguas turbulentas debido a la arraigada presunción de que siempre el comerciante actúa con la intención de violar los derechos de los consumidores, presunción de la que parece no escapar el órgano encargado de vigilar y castigar dichas conductas, a saber, la Superintendencia de Industria y Comercio.

Así, hoy en día, encontrándonos aún en los albores de la expedición de la norma, un comerciante, incluso antes de haberse determinado si en efecto incurrió en una conducta indebida, es sujeto en el marco de la investigación a defender sus actuaciones sin que se le permita reprochar el por qué le piden ciertas cosas, o siquiera la importancia que tiene dicha información para el proceso.

Infortunadamente ante una solicitud de investigación, fundada o no,  para efectos de la protección de los derechos de los consumidores arranca con una orden, de parte de la Superintendencia, que en muchos casos puede obligar al comerciante a develar sus secretos industriales, a poner en riesgo el conocimiento sobre sus clientes, sobre sus estrategias de mercado, canales de comercialización y un sinnúmero de información extremadamente sensible, que en muchos casos ni siquiera conduce en forma alguna a demostrar si hubo o no una conducta contraria a los derechos de los consumidores, sino que eventualmente puede servir para calcular una multa en caso que eventualmente haya violación.

La pregunta entonces es: ¿Es justo con los comerciantes que se les obligue a entregar información confidencial para calcular la eventual multa o sanción en un proceso de esta naturaleza cuando aún ni siquiera se ha comprobado que su actuar fue contrario a derecho? En mi parecer la respuesta es un tajante no.

Cuando se presenta esta situación, el camino correcto a seguir, en ejercicio directo del apabullado principio de presunción de buena fe, debe ser el exigir la información al comerciante que demuestre que no actuó en afrenta a la norma (permitiendo por tanto su derecho a la defensa), más no obligarle desde el inicio de la investigación a poner en riesgo su información confidencial con miras a calcular una multa que aún ni siquiera se ha determinado hay lugar a imponer. Situación similar ocurre con las costas de la defensa. En muchos casos, a pesar de denuncias infundadas, la Superintendencia exige una gran cantidad de información y que ésta tenga determinadas características,  que hacen incurrir al empresario en enormes gastos. Un ejemplo de esto es la traducción de documentos.

La información se le exige traducida oficialmente al idioma castellano, aunque gran cantidad de información (sobre todo la científica) se encuentra en idioma inglés. La pregunta acá entonces es: ¿Quién debe correr con ese gasto (que en ocasiones puede ser bastante elevado)? ¿Puede el investigado lograr  de la administración la devolución de esos valores, sumado a los intereses y las indemnizaciones? Hasta el momento la respuesta parece ser negativa, pero entonces resurge la pregunta que dio origen a este escrito: Y los derechos de los comerciantes de bien, ¿donde quedan.
 

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