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Analistas 25/02/2017

Las lecciones de la caída de Roma

Foto: New York Times
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Pero la década de 1930 no es la única era que tiene lecciones que enseñarnos. Últimamente, he estado leyendo mucho sobre el mundo antiguo. Inicialmente, tengo que admitir, lo hice por entretenimiento y como refugio ante las noticias que emporan con cada día que pasa. Pero no pude dejar de notar las resonancias contemporáneas de parte de la historia romana; específicamente, la historia sobre cómo cayó la república romana.

Esto es lo que aprendí: las instituciones republicanas no protegen contra la tiranía cuando la gente poderosa empieza a desafiar las normas políticas. Y la tiranía, cuando se da el caso, puede florecer incluso manteniendo una fachada republicana.

Sobre el primer punto: las políticas romanas conllevaron una feroz competencia entre hombres ambiciosos. Pero, durante siglos, esa competencia estuvo restringida por algunas reglas aparentemente irrompibles. Esto es lo que dice “In the Name of Rome”, el libro de Adrian Goldsworthy: “Por importante que fuera para un individuo ganar fama y aumentar la reputación propia y de su familia, esto siempre debía estar subordinado al bien de la República … Ningún político romano decepcionado buscó la ayuda de una potencia externa”.

Estados Unidos solía ser así, con prominentes senadores que declaraban que debemos frenar “la política partidista al borde del agua”. Pero ahora tenemos un presidente electo que abiertamente pidió a Rusia que ayudara a machar a su oponente, y todo indica que gran parte de su partido no tuvo y no tiene problemas con eso. (Una nueva encuesta muestra que la aprobación republicana del presidente ruso, Vladimir Putin, ha aumentado pese, o lo más probable, precisamente debido, a que ha quedado claro que la intervención rusa jugó un papel importante en las elecciones de Estados Unidos.) Ganar las luchas políticas internas es todo lo que importa, aunque el bien de la república se dañe.

¿Y qué le pasa a la república como resultado de esto? Es famoso que, en papel, la transformación de Roma de república a imperio nunca sucedió. Oficialmente, la Roma imperial seguía siendo gobernada por un Senado que simplemente estaba sometido al emperador, cuyo título originalmente solo significaba “comandante”, en todo lo que importaba. Quizás no tomemos exactamente el mismo camino, ¿aunque siquiera estamos seguros de eso?, pero ya se está dando el proceso de destruir la sustancia democrática preservando al mismo tiempo las formas.

Considere lo que acaba de pasar en Carolina del Norte. Los votantes tomaron una clara decisión, eligiendo a un gobernador demócrata. La legislatura republicana no anuló abiertamente el resultado, no esta vez, de cualquier forma, sino que efectivamente despojó de poder a la oficina del gobernador, garantizando que la voluntad de los votantes realmente no importe.

Combine este tipo de cosas con los esfuerzos persistentes por privar de derechos o al menos desalentar la votación de grupos minoritarios y se tienen los ingredientes potenciales de un Estado unipartidista de facto: un Estado que conserva la ficción de democracia, pero que ha manipulado el juego de tal forma que el otro lado nunca pueda ganar.

¿Por qué está pasando esto? No estoy preguntado por qué los votantes de clase trabajadora apoyan a políticos cuyas políticas los afectarán; estaré abordando ese tema en futuras columnas. Más bien, mi pregunta es por qué a los políticos y funcionarios de un partido ya no parece importarles lo que solíamos considerar los valores estadounidenses esenciales. Y seamos claros: estamos hablando de una historia republicana, no de un caso de “ambos lados lo hacen”.

Entonces, ¿qué está impulsando esta historia? No pienso que sea algo verdaderamente ideológico. Políticos supuestamente de libre mercado ya están descubriendo que el capitalismo de compadrazgos está bien siempre y cuando involucre a los compadres correctos. Tiene que ver con la guerra de clases; la redistribución desde los pobres y la clase media hacia los ricos es un tema constante en todas las políticas republicanas modernas. Pero lo que impulsa directamente el ataque contra la democracia, sostendría, es el simple y desmedido afán de éxito de parte de las personas que son “apparatchiks” dentro de un sistema aislado ante las presiones externas ejercidas por distritos con circunscripciones electorales manipuladas, una lealtad partidista inquebrantable y mucho, mucho apoyo financiero plutocrático.

Para dicha gente, conformarse con la línea del partido y defender al gobierno del partido es lo único que importa. Y si a veces parecen consumidos por la ira contra cualquiera que desafíe sus acciones, bueno, así es como siempre reaccionan los fundamentalistas cuando se hace notar su fundamentalismo.

Una cosa que deja en claro todo esto es que la enfermedad de la política estadounidense no empezó con Donald Trump, así como tampoco la enfermedad de la república romana empezó con César. La erosión de las bases democráticas ha estado en marcha durante décadas, y no hay garantía de que alguna vez vayamos a poder recuperarnos.

Pero si hay alguna esperanza de redención, va a tener que empezar con un claro reconocimiento de lo mal que están las cosas. La democracia estadounidense está muy al filo.

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