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Analistas 10/04/2019

Colombia adolescente

“Colombia es un país adolescente”, me dijo un amigo al explicar el errático comportamiento del país en alguna de las muchas coyunturas de conflicto que hemos padecido. “No sabe bien lo que quiere, es errático, todo le mortifica y le cuesta tomar decisiones en su propio beneficio; como mi hijo de 14 años”, me dijo.

Entender que Colombia es un país con las hormonas alborotadas -que está sufriendo cambios incómodos pero naturales, y que requiere al mismo tiempo disciplina, paciencia y comprensión-, resulta útil para no perder la fe.

La adolescencia del país se manifiesta de muchas maneras. Por ejemplo, en 1991 se tomó la decisión de construir un estado de bienestar, que aquí los abogados llamaron “estado social de derecho”, con una de las cartas de derechos más ambiciosas del mundo. Excelente y loable idea. Sin embargo, a nadie parece habérsele ocurrido que ofrecer educación, pensiones, vivienda y salud, de manera ilimitada y casi gratuita, cuesta mucho dinero. Esta es la razón por la cual el gasto del sector público se dobló en los últimos 25 años hasta llegar a 30% del PIB, casi igual que Suecia. A pesar de que muchos exmagistrados de la Corte Constitucional tienen la férrea convicción de que la plata crece en los árboles, todo parece indicar que no es así. Por eso el país se ha visto obligado a reformar su sistema tributario 14 veces desde 1991, es decir cada dos años, generando tremenda incertidumbre y tensión política.

El umbral de dolor tributario se aumenta cuando se ataca otro problema de la adolescencia nacional: la informalidad. Colombia, a diferencia de Suecia, tiene cerca de la mitad de su economía en la ilegalidad. Esto quiere decir que no tributa, no está bancarizada y no cumple con los más básicos estándares laborales, ambientales y jurídicos. Muchas de las llamadas protestas callejeras son en realidad marchas en contra de la formalización camufladas en reivindicaciones sociales. El caso obvio son los cocaleros, pero también el de los camioneros, algunos sectores agrícolas y la clase media urbana, que protesta contra la valorización y el aumento del predial.

La Colombia adolescente quiere autopistas de primer mundo, metros en todas sus ciudades, servicios públicos eficientes y seguridad social de la cuna a la tumba, pero no quiere pagar la cuenta de cobro. Quiere empleo de calidad, de 40 horas semanales, con vacaciones pagas, pensiones y licencias de maternidad y paternidad, pero se rehúsa a formalizar a los sectores donde la ley no pegó. Insiste en tener comida barata y disponible, pero ataca a la agroindustria; y se queja por la falta de crédito, pero hace todo lo posible por dificultar el cobro de las deudas.

Los padres de los adolescentes miran el desarrollo de sus hijos con una mezcla de fascinación y terror. Saben que son vulnerables y frágiles, pero al mismo tiempo celebran su potencial. Algún día, las contradicciones se resolverán. Eso mismo le pasa a Colombia: si sobrevive a la pubertad tendrá un gran un futuro en sus manos.

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