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“Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”. Es una frase antiquísima que refleja a la perfección lo que hoy está sucediendo en la Venezuela roja, hambrienta y de capa caída que ya nadie puede ocultar. Los tiempos y acciones del relativo éxito de Hugo Chávez están listos para ser incluidos en los libros de historia sobre América Latina, mientras que los de Nicolás Maduro aparecen tan confusos que todavía debe esperarse para escribir sobre lo que será su erróneo desenlace.
Con lo anterior, lo que se busca precisar es que, independientemente de cómo termine su periodo (si es que termina), el mandatario venezolano (y su séquito acompañante) sólo ha provocado desastres en el país limítrofe. Además de su incapacidad para administrar, ahora se hace absolutamente evidente el daño generado en todas las estructuras de poder, ejecución y administración estatal. Venezuela retrocedió cien años y eso se lo deben sus nacionales, a la ignorante posición frente al voto popular. Así, es otro caso más que tristemente ratifica la sentencia de Churchill, cuando señaló que, “el mejor argumento en contra de la democracia, es una conversación de cinco minutos con el votante promedio”.
Esto que pasó en el seno de la Organización de los Estados Americanos (OEA) el lunes anterior debió suceder hace varios meses. América Latina no puede ser hoy en día la región de tradicional adolescencia de capacidades de mando. Eso tiene que hacer parte ya de la historia regional. Pero para que las sociedades inmersas en cada una de sus naciones reaccionen con prontitud ante los abusos y carencias de una administración pública determinada, deben -por lo menos-, saber a qué, porqué y bajo qué propósitos van a las urnas. Es urgente que la manipulación del elector en la región tienda a cero.
Pero retornemos al caso específico de Venezuela. El Consejo Permanente (CP) de la OEA -que por cierto, es bien diferente al Consejo de Seguridad de la ONU- emitió la Resolución 1078 (2108/17) del tres de abril de 2017. En dicho documento no se expuso sanción alguna al gobierno del país suramericano. No obstante, la alucinación bolivariana es tan alta en sus gobernantes, que todos “pusieron el grito en el cielo”, a la vez que pulularon las declaraciones a la defensiva y las posibles demandas que emitirían ante tribunales internacionales.
La Resolución (1078), de tres apartes, demandó del gobierno venezolano la restauración de la plena autoridad de la Asamblea Nacional (algo que ya aceptó a regañadientes y se resolvió de manera irregular) y plena disposición para apoyar medidas que permitan el retorno a la aplicación del estado de derecho (clara división de los poderes). Sumado a ello, el CP resolvió seguirse ocupando de la situación venezolana y emprender gestiones de carácter diplomático para avanzar en la normalización de la institucionalidad democrática.
Pero ante resoluciones como éstas es que aparecen las reflexiones (no pocas) sobre la utilidad de una organización como la OEA. ¿Para qué sirve? ¿Para qué puede ser útil una entidad que, como la OEA, no resuelve con seriedad? Una resolución del CP de dicha organización tiene que ser más agresiva y no seguir tolerando las acciones de un gobierno dictatorial como el que lidera Nicolás Maduro en el país vecino. ¡Nunca más queremos dictaduras en América Latina!