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Dos semanas atrás, el gobernador de Puerto Rico, Ricardo Roselló, declaró la imposibilidad del país para afrontar sus obligaciones financieras con los tenedores de bonos del Estado y se acogió a la protección ofrecida por el título III de la ley federal Promesa (sigla de Puerto Rico Oversight, Management and Economic Stability Act). El hecho, cuestionado por muchos, avalado por otros, no es asunto menor, pues se trata de la única opción que le queda a la Isla para recomponer su maltrecha situación. Preocupa sí, que puede ser peor el remedio que la misma enfermedad.
La actitud del gobernador fue sorpresiva, dado que en sus propuestas de campaña y primeros meses de administración se mantuvo en que el país tenía capacidad de pago y que no haría uso de tal mecanismo. Hoy es un hecho que la isla fracasó en sus finanzas y que tiene que echar mano de medidas urgentes.
Puerto Rico es un Estado Libre Asociado a los Estados Unidos. De acuerdo con dicho estatus, a pesar de los vínculos directos con el poder central estadounidense, no es posible que su legislación le sea útil. El nivel de dependencia no alcanza para ello. Particularmente una de las posiciones más cuestionadas del gobernador Roselló frente a esta situación, es que el país se vincule totalmente con Estados Unidos y entregue por completo su soberanía. Según él, eso le beneficiaría profundamente.
Con base en los actuales lazos políticos, ante la aguda situación financiera borinqueña, con un saldo de deuda que supera U$74.000 millones, no puede ser que la isla se acoja a la Ley de Quiebras (capítulo 9) estadounidense, sino que le corresponde acogerse a Promesa, tramitada y aprobada en la administración Obama. Una vez se activó su título III desde el primero de mayo, se logró la paralización inmediata de todas las reclamaciones vigentes contra el gobierno de Puerto Rico y se abrió la puerta para que la solución se expida desde Washington. La situación es abrumadora, no solo por el monto de la deuda sino además porque tener a más de 40% de los habitantes dependiendo del seguro médico estatal (Medicaid) y un déficit pensional superior a U$40.000 millones es evidente muestra de inviabilidad económica.
Puerto Rico llega a esta crítica situación, que le sitúa al límite en materia de sostener su singular soberanía, por causas generalizadas en América Latina. Desde los años 80 el gobierno de la isla se caracterizó por gestionar empréstitos útiles para cubrir los costos de la nómina estatal, entregar subsidios y cumplir tangencialmente con los compromisos frente a algunos acreedores. Esa inadecuada gestión llevó a que año tras año la deuda, tanto pública como privada, aumentara sin control. A pesar de ello, con la normativa estadounidense (“sección 936” del Código de Rentas Internas Federal) que benefició tributariamente al capital transnacional que se mantuviera en el país, se supo encubrir tal situación. Todo cambiaría desde 2005 cuando la “sección 936” fue abolida por completo (luego de un plazo de diez años para su desmonte gradual).
Falta de transparencia en la gestión pública (las cifras oficiales de las últimas administraciones son irreales), ausencia de progresos tecnológicos, carencia en el desarrollo y apropiación de las políticas públicas, y una clase dirigente e instituciones anquilosadas en el siglo XX son, entre otros asuntos, temas que Puerto Rico tiene que reconsiderar ya. Debe advertirse que con el accionar del gobierno federal, a partir de la activación del citado título III, y con un gobernador claramente “pro-americano” se vislumbra una estrella más en la bandera del Norte.
Lo efectivo es que desde donde se analice, la posición boricua es decididamente inconveniente. Y, con absoluta certeza, la mayor incomodidad gira en las mentes de los más nacionalistas que, por más que se nieguen a aceptarlo, verán cómo gradualmente Washington se hace cada día más injerencista sobre San Juan.