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Analistas 02/12/2021

Imperativos de empleabilidad

Héctor Francisco Torres
Gerente General LHH

Al momento de ocupar una posición vacante, las grandes empresas aplican rigurosos y sofisticados procesos con el propósito de garantizar que el candidato seleccionado tenga los conocimientos, aptitudes, trayectoria y rasgos de personalidad apropiados para encajar en la cultura corporativa y producir resultados sobresalientes. Las exigencias ya no se limitan a la erudición o a la experiencia como solía ser en tiempos no muy lejanos; hoy, es preciso añadir a las credenciales académicas una buena dosis de habilidades “blandas” (socioemocionales parece ser una denominación más acertada de tales atributos) que marquen la diferencia y eleven la contribución.

Esta necesidad de complementar el conocimiento es apremiante. Según el más reciente informe sobre el futuro del trabajo −que forma parte de la agenda del Foro Económico Mundial desde hace varios lustros− se estima que 85 millones de puestos de trabajo podrían esfumarse en los próximos años como consecuencia del cambio en el balance entre el trabajo humano y las máquinas, mientras que veríamos surgir 97 millones de nuevos empleos centrados en aquellas competencias que distinguen a las personas de los algoritmos y de los autómatas. Esta acelerada evolución ha llevado a las organizaciones a enfocarse cada vez más en minimizar el riesgo de obsolescencia de la fuerza de trabajo e invertir en la consolidación de capacidades de solución de problemas, autarquía, relacionamiento social y adopción eficaz de la tecnología.

El sentido de urgencia que tienen las empresas y muchos individuos en cuanto al imperativo de ponerse en forma para enfrentar el futuro con las destrezas apropiadas contrasta con las condiciones exigidas para desempeñar funciones esenciales del Estado.

Para la muestra un botón: el artículo 177 de nuestra Constitución establece que para ser elegido Representante a la Cámara basta ser ciudadano en ejercicio y tener más de veinticinco años el día de las elecciones. Ni siquiera es necesario saber leer y escribir, y aunque la propia Carta señala algunas restricciones para asumir una curul, ninguna de ellas tiene que ver con la carencia de instrucción o de capacidad de los aspirantes.

La ausencia de requisitos nos ha llevado a soportar con igual incredulidad que estoicismo el trámite de proyectos de ley tan grotescos como los de prohibición de los nombres feos, las multas a la infidelidad, la unificación en la forma de cantar el himno nacional o la declaración del fútbol colombiano como patrimonio cultural e inmaterial.

A pesar de semejante vacío sobre las cualidades exigidas a los candidatos a Representantes, no creo que estemos condenados a convivir con la languidez de parlamentarios tan deplorables como Heyne Mogollón, Yidis Medina, Teodolindo Avendaño, Anatolio Hernández o Jennifer Arias (la lista es mucho más extensa). Basta con que los ciudadanos asumamos la elección de los congresistas como si fuera un proceso de selección responsable y completemos el ejercicio del sufragio con un modelo de evaluaciones periódicas de desempeño, como suele hacerse en las empresas estructuradas.

Es indiscutible que las democracias deben ofrecer mecanismos de participación a todos los ciudadanos, pero esto no implica, de ninguna manera, aceptar la incompetencia o la indignidad, porque estaríamos condenados a seguir en las mismas.

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