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En ninguna parte está escrito que las campañas políticas han de ser sucias. Si bien las mentiras pueden ser muy efectivas a corto plazo, estas, con el paso del tiempo, desvertebran a toda una sociedad y el resultado no puede ser otro que la Colombia de hoy.
Pese a la fugaz esperanza que trajo la paz, no podemos engañarnos. Somos un país autodestructivo, invadidos por el odio y negados a trabajar por el bien de todos. Y como si esto no bastara, corrupto a más no poder.
Y por más invitaciones a ser optimistas, en una cultura del todo vale, inclusive entre los llamados a dirigir las riendas del país, resulta muy difícil vislumbrar un panorama esperanzador a la luz de todo lo que está sucediendo: una contienda virulenta que va asomando su rostro más feo a menos de dos semanas para la primera vuelta.
Ya no podemos decir que las redes sociales son el único lugar donde se cocinan las manifestaciones de odio y desprecio hacia el que no piensa igual. En la calle estamos viendo turbas enardecidas violentando los encuentros de contrincantes políticos. Y ya no son episodios aislados.
Hace unas semanas, los candidatos firmaron un pacto en el que se comprometieron a un debate sin agravios y motivar a sus equipos de campaña y simpatizantes a no recurrir a la estigmatización ni la descalificación del adversario. Pero el pacto nacional por la No Violencia resultó ser otro canto a la bandera de esos que tanto hacemos. La palabra aquí ya no vale.
Preguntaba el otro día en Twitter el empresario Fernán Martínez que quién estaría detrás de los ataques por parte de decenas de jóvenes contra un evento de la hija de Germán Vargas Lleras. La respuesta es sencilla: todos.
Todos estamos detrás de esto. Por acción u omisión. No obstante, jamás lo admitiremos. La culpa de lo roto que anda el país siempre será del otro. No de nosotros.
Y aquí es donde supuestamente deberían entrar los candidatos, a calmar las aguas, a tratar de encauzar un diálogo que será más necesario que nunca en una Colombia fragmentada como pocas veces ha estado.
Pero no, los aspirantes a la Casa de Nariño no han estado a la altura de los hechos; su papel de líderes, de ser llamas de esperanza para la nueva Colombia, ha brillado por su ausencia. Quieren llegar a la Presidencia a como dé lugar, sin importar las formas ni la salud de la nación.
Es una lástima, porque pocas veces hemos tenido una parrilla de contendores tan calificados como la de ahora.
En orden alfabético: Germán Vargas Lleras, gran conocedor del país, una vida dedicada al servicio público; Gustavo Petro, un hombre brillante totalmente conectado con los retos del futuro; Humberto de la Calle, un político serio y estudioso con talla de estadista; Iván Duque, el candidato más joven, pero estudioso y disciplinado como ninguno; y Sergio Fajardo, un tipo de unos principios que tanta falta nos hacen.
Sin embargo, todos se fueron desdibujando. El ambiente tóxico que hemos creado terminó por contaminarlos a ellos. Y esto sumado a asesores que propagan mentiras; equipos de redes que generan cadenas de odio y simpatizantes sumergidos en una burbuja de un solo pensamiento.
La grandeza no ha sido una virtud colombiana. A los pocos que la tuvieron, se encargaron de derribarlos. Y así estamos, frente a una elección en la que vamos a elegir al que mejores mentiras nos haya dicho.