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Analistas 24/06/2013

Travesías, transiciones

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Por estos días realizamos una travesía por el río Meta con el ánimo de dar a conocer las profundas transformaciones que se están dando en los llanos orientales y ampliar la discusión acerca de sus efectos ecológicos y sociales. Buscamos entender, en el territorio, los riesgos y oportunidades del cambio, sin duda necesario, y contribuir a definir los umbrales dentro de los cuales debe moverse para no causar hechos lamentables e irreversibles.

 
El sentido ético de hacer un viaje mediático, que realmente consiste en un conjunto de eventos en la región ensamblados mediante una página web y diversos recursos de integración para captar la atención de numerosos públicos, nace de una investigación del Instituto Humboldt que indica cómo la conexión entre las regiones de Colombia y los grandes centros urbanos se debilita rápidamente, y de manera muy marcada con Bogotá. El tremendo centralismo que ha dirigido los rumbos del país parte de una visión abstracta y poco precisa de la diversidad natural y cultural en la cual estamos inmersos, favoreciendo, en nombre de la construcción de una Nación, la generalización de estrategias homogenizantes de gobierno y gestión.
 
La fragmentación noticiosa y la falta de datos de primera mano inhiben una discusión rigurosa acerca de las bondades y defectos del desarrollo petrolero y agroindustrial de Puerto Gaitán, desde donde partió la travesía el jueves 13 de junio con la generosa acogida de su alcaldía. Se palpa la impotencia del gobierno local ante la escala de las actividades económicas, apuntando a la transformación definitiva de los paisajes de la altillanura sin garantía de futuro. Se quejan los pueblos indígenas tanto como los empresarios locales de no estar en ese mapa ferroviario, y ante la urgencia de los montajes productivos, tampoco ven una planeación integral y equilibrada del uso del territorio, mucho menos salvaguardas ambientales: se sienten abrumados por la inversión externa y por la resistencia a ser escuchados, no terapéutica sino estratégicamente, en procesos como la construcción del Conpes de altillanura.
 
Colombia ha tenido cronistas insignes, y casi todos vinculados con la búsqueda del pegamento que hace que los pobladores locales de cada región sean capaces de resolver los retos de sus necesidades y su posición en el mundo en medio de la complejidad ecológica y cultural que representa ser el país de la megadiversidad. Desde don Juan de Castellanos, Fernández de Oviedo, Mutis y Humboldt, Codazzi, Triana, Pérez Arbeláez hasta Alfredo Molano, por citar unos pocos, hemos buscado con diferentes ojos descifrar los misterios que en otras naciones ayudaron a sentar las bases de un proyecto diferenciado, bien fuese amable y adaptativo como lo querían en las expediciones botánica y corográfica, la más de las veces violento  y colonial.
 
Viajar y relatar los viajes sigue siendo la única manera de construir conocimiento acerca del territorio y es imposible sustituir esa experiencia con la mediatización parcial y sesgada con la que se pretende ilustrar a la sociedad. No es casual que sea hoy la prensa regional la que más habla de biodiversidad y medio ambiente, pues entiende que la sostenibilidad se juega en la comprensión de la dinámica ecológica y social propia del entretejido local de la historia y la flora, la fauna. Ni es casual que los debates acerca de la minería en páramo o la Amazonia, la agroindustria en La Mojana o la altillanura, las presas en el Sogamoso o el Magdalena, constituyan tensiones entre un proyecto de integración nacional y una visión del bienestar que no parece muy equilibrada y que, si antaño se resolvía mediante esquemas de compensaciones presupuestales y de regalías, hoy aparece muy conflictiva: las grandes transformaciones del territorio ocurren todos los días ante nuestros ojos, y cada vez sabemos menos de ellas. Nuestros juicios ciudadanos, cada vez más incompletos, se basan en el destello de la noticia, cuando revienta la protesta social y nos vemos envueltos en gases lacrimógenos o desastres “naturales”. La comodidad, mal que buena, de nuestro sillón urbano de consumidores de noticias, nos roba la capacidad de hacer democracia.
 

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