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Analistas 29/03/2017

Ecologías de condominio

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Uno de los mecanismos de adecuación de hábitat humano es la construcción de condominios campestres, sean estos vivienda unifamiliar de lujo y baja densidad o torres de apartamentos inmersas en matrices más o menos verdes. Lamentablemente, la vivienda popular es la que menos acceso a espacios abiertos tiene, como si los requerimientos y derechos al esparcimiento y vida pública valiesen menos que los del resto de la ciudadanía o el funcionamiento ecológico de sus territorios fuese menos importante, tema de justicia ambiental.

La disponibilidad creciente de liquidez y la facilidad de crédito de vivienda incrementan la demanda de casas “campestres”, cuyos constructores no dudan en construir y bautizar con los atractivos títulos de “bosque de…”o “lagos de…” y que normalmente significan “acá había algo que destruimos pero quedó en la foto”. Quienes adquieren casas con espacios verdes significativos proceden de inmediato a su domesticación, reemplazando las plantas nativas con sus imaginarios de paraíso y llenarlas de bebederos plásticos para colibríes y así “disfrutar la naturaleza”, si bien arquitectos, urbanistas y sociólogos han identificado en las transposiciones culturales y las migraciones fecundos campos de innovación y modelos potenciales de habitabilidad sostenible, siempre y cuando los paisajes derivados mantengan unos mínimos de funcionalidad ambiental: lo demuestran ciudades como Lorica y sus construcciones de inspiración árabe junto al río Sinú, lo contrario, la sabana de Bogotá.

En Colombia, sin embargo, inversionistas y empresas de construcción promueven modelos estéticos y funcionales del hábitat totalmente colonialistas y sorprendentes en su incapacidad de entender y adaptarse mínimamente a las condiciones de los ecosistemas y las tradiciones culturales donde han de implantarse, siendo en su actividad donde habría más opciones de hacerlo de manera provechosa. Desecar humedales, reemplazar coberturas vegetales por prados y palmeras importadas o construir solo parques de cemento son indicaciones de la simplicidad genuina o mercantilista con que operan. Condominios y ciudadelas que parecen construidas con franquicias de diseño de cualquier parte menos Colombia plagan los proyectos arquitectónicos, sean de vivienda de interés social o de lujo cuando paradójicamente todo el mundo quiere vivir “en contacto con la naturaleza” pero sus decisiones personales entienden ello como una araucaria en medio de un potrero.

Algunas facultades de arquitectura o diseño del país han hecho esfuerzos para que la ecología esté presente en sus currículos, pero esta no se ha entendido como insumo funcional a la planificación. Curiosamente, tampoco la ciencia parece encontrar un lenguaje para trabajar con las artes o una disponibilidad a abandonar cierto dogmatismo en cuanto a la aplicación de sus paradigmas. Pero es en esta colaboración en la que descansa la resolución de muchos de los conflictos de los POT causados por la ruptura normativa en los usos de suelo, fuente de corrupción en muchos municipios. 

Se necesitan por ello ajustes al Decreto 388 y otros reglamentarios del ordenamiento, y ajustes en las curadurías y otros mecanismos regulatorios de la actividad constructiva en Colombia, de manera que el hábitat urbano del futuro sea reflejo de la diversidad biológica y cultural del país, no por capricho, sino porque es la mejor alternativa para adaptarnos al cambio climático, mandatorio ahora que el presidente Trump ha decidido por el planeta.

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