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Se apagó la magia del patriarca de Macondo

jueves, 17 de abril de 2014
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Colprensa

1. La casa y sus prodigios 
Quinientos años después de que los españoles pisaran el suelo del Nuevo Mundo y avistaran cielos de papagayos, buscaran las aguas parlantes y alucinógenas de las fuentes de Castalia y juraran haber encontrado la nación de las amazonas: aquellas imponentes guerreras que una vez al año se ayuntaban con los hombres para mantener su población femenina y eran capaces de cercenarse uno de sus pechos para acomodarse sin estorbos sus arcos a la hora del combate, el coronel de la Guerra de los Mil Días Nicolás Ricardo Márquez Mejía llevó a su nieto a la feria de los gitanos recién llegados al pueblo para que conociera el hielo, el gran invento de nuestro tiempo. 

Ya en casa Gabriel Eligio García Márquez visitaba el abigarrado laboratorio del viejo militar en el que entre retortas, tubos de ensayo, cristalizadores, morteros y pilones tenían lugar una serie de inútiles experimentos que ocupaban las tardes de acero al rojo vivo durante las cuales el abuelo, que como Paracelso soñaba con transformar el plomo en oro, mataba el tiempo mientras esperaba de la capital la prometida retribución por su participación en la última contienda fratricida. 

Al parecer, en una de esas jornadas de ardua concentración alquímica Papalelo, como Gabito llamaba al padre de su madre, había inventado el imán que atraía las piezas por siglos extraviadas de plata, cobre y aleaciones de toda clase. Papalelo sobreviviría al olvido en “El coronel no tiene quien le escriba” y en el melancólico Melquíades de “Cien años de soledad”. 

En las noches, Tranquilina Iguarán Cotes, la abuela Mina, le arrebataba el sueño al niño con historias de fantasmas, de almas en pena, de muertos vivientes, de ruidos de cadenas que sólo ella oía, del poder de la mente para darle vida a los cubiertos, a las tazas de la vajilla, a los peroles de la cocina. Pero el más inestimable don de la abuela Mina consistía en su talento para interpretar los sueños y anticipar catástrofes. Al igual que una profetisa romana presentía la muerte de los suyos; el menor cambio de las señales atmosféricas bastaba para anticipar la visita de un primo lejano; un trueno en la madrugada indicaba que el familiar desaparecido había encontrado, por fin, el camino de vuelta; la sombra de un pájaro al mediodía señalaba el fin del mundo. Una vez soñó que como sentía un montón de pulgas en la cabeza entonces se la quitó, se la puso entre las piernas y empezó a matar las pulgas una por una. 

Sentada en su mecedora de mimbre Tranquilina tejía y destejía todas las mañanas al tiempo que contemplaba el deambular de león enjaulado de Nicolás Ricardo. Así también Amaranta interrumpía su labor cuando observaba a Aureliano José “con el mentón embadurnado de espuma”. 
Ecos de la presciencia de Mina se pueden percibir en “Rosas artificiales”, el cuento de su nieto en el que una ciega puede ver lo que le pasa a su nieta. 

Otros miembros de la parentela no eran menos prodigiosos. Francisca Simodosea Mejía, que cuidaba de los niños de la calle y de los descarriados, a la que todos llamaban tía Mama y que vivió y murió soltera, empezó a coser su mortaja al pensar que su hora estaba cerca, como Amaranta en “Cien años de soledad”. Y la abuela paterna, Argemira García Paternina, con su escandaloso código moral, tenía una cama extra en su casa lista a cualquier hora del día o de la noche para quienes quisieran desatar sus pasiones clandestinas. 

2. La fiebre del banano y el espejo de Faulkner 
Como Papalelo llevaba a Gabito a todas partes, este, en alguna de las largas caminatas, leyó el llamativo nombre de una de las haciendas de banano más extensas propiedad de la United Fruit Company. La plantación se llamaba Macondo. Vocablo de origen bantú y que significa banano y también comida del diablo. Muchos años después la palabra mordería los recuerdos de García Márquez, cuando junto a su madre había de regresar al pueblo para vender la casa de los abuelos. Luego, al conocer la Comala de ultratumba de Juan Rulfo y recorrer Yoknapatawpha County, el condado ficticio de William Faulkner, García Márquez entendería que su reino tampoco podía ser de este mundo sino de otro en el que convivieran con la mayor armonía y naturalidad las piedras gigantes como huevos prehistóricos, el ferrocarril y las carabelas de Colón encalladas en medio de la selva. 
Algo por el estilo ocurría en Aracata, el pueblo de García Márquez y un apéndice más del vastísimo imperio del banano construido por el estadunidense Minor C. Keith desde 1899 y cuyas propiedades se extendían por América central, Jamaica y el departamento del Magdalena. 

Por cuenta del progreso que traía consigo la compañía bananera, a Aracataca llegaron, de la noche a la mañana, el sistema de telégrafos (que contrataría al padre de Gabito), los canales de riego, la red telefónica, el cinematógrafo, los ventiladores eléctricos, las casas de ladrillo, la sal de frutas Eno, el dentífrico Colgate y un sinfín de productos que se consumían simultáneamente en Nueva York y Londres. 
Los garitos, las casas de citas, las casas de empeño, el ferrocarril, el circo, la avena Quaker, el Vicks Vaporub, el carro y el hielo también aterrizaron a las tierras ardientes, polvorientas y de aire húmedo antes del aguacero de Aracata. 

La civilización moderna y los inventos de vanguardia coexistían con las leyendas de la servidumbre compuesta por mujeres guajiras que desfilaban por la casa de los abuelos, con las lluvias de flores amarillas, con la levitación de las vírgenes y las pócimas para hacerse invisible. 

Las plantaciones de banano, simétricas e interminables, los barrios electrificados de los gringos de la United Fruit Company de casas de material distinto al bahareque y la cañabrava de las chozas del tórrido lugar, la prosperidad de los habitantes que prendían sus habanos con dólares y la posterior decadencia de la tercera zona exportadora de plátano del mundo cobraron verdadera significación en la imaginación de García Márquez cuando descubrió, en las novelas de Faulkner, que la reinvención de la realidad del sur de los Estados Unidos había sido posible mediante una precisa y meticulosa expresión transitada por frases largas y acompasadas. 
Las semejanzas de las dos realidades, las del Misisipi profundo y las de la remota costa Caribe colombiana eran indiscutibles: el conflicto de fondo radicaba en la colisión que se suscitaba entre un presente detenido, atemporal, aislado por el poder embrujador del mito y la leyenda, y los reflejos centelleantes y prometedores de una modernidad que adoptaba diversas formas pero que no llegaba a penetrar del todo en las almas de un personajes situados en la dimensión del sueño. 

3. Las técnicas del realismo mágico 
El hecho es que García Márquez le venía dando vueltas a la novela que se transformaría en la más célebre del castellano después de El Quijote desde los 16 años, pero tendría que esperar otro tanto hasta encontrar las técnicas literarias adecuadas, los trucos idóneos y la arquitectura antisísmica necesaria para que, al decir de Mario Vargas Llosa en “García Márquez: Historia de un deicidio”, el proceso de creación lograra transformar los demonios de su vida: hechos, personas, sueños, mitos en temas de su obra. 

García Márquez no solo quería contar la historia de Macondo sino que a esa edad ya había escrito el primer párrafo de “Cien años…”. 

Para que la distancia y la nostalgia por la infancia y por Arcataca se convirtieran en auténtica obsesión de creador hacía falta todavía la ruptura con la realidad, la misma que empezó cuando enviaron a Gabito al colegio de Zipaquirá y se acabó de expresar en toda su complejidad cuando ya adulto volvió al pueblo en ruinas para vender la casa de los abuelos. 

A esa Aracataca del pasado, irrecuperable, tan solo podría volver a través de la ficción, en la que combinaría, con el mayor desparpajo y trasladando al lenguaje la misma cara de palo que ponía su abuela cuando contaba sus cuentos, los tiempos mítico, histórico, cíclico y retrocedente. 

De modo que no fue el autor caribeño quien eligió el tema, fue el tema el que lo escogió a él para liberarlo a las demandas de su lucidez y objetivar sus ficciones mediante palabras. Así suplantó a la realidad. 
La confesión de Faulkner con relación a su mundo novelesco terminó por confirmar al colombiano en su convicción más íntima. Había declarado el sureño alcohólico y al borde del abandono que “Descubrí que mi región, mi porción de suelo natal, más pequeña que una estampilla de correos, era digna de que se escribiera sobre ella, y mediante la transformación de lo real en apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que Dios me dio y nunca viviría lo suficiente para agotarla”. 

El tono para contar la desmesurada historia de Macondo se la dio la primera frase de la “Metamorfosis” de Kafka: “Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Si eso lo pudo hacer este tipo y todo el mundo se lo creyó y siguió leyendo el libro entonces yo también puedo hacer lo mismo, recapacitó García Márquez. 

En la pensión bogotana para estudiantes, el entonces periodista de El Espectador cayó rendido ante la sensación de eternidad o circularidad temporal que Juan Rulfo estampó en “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”, pues nada fue, nada será. Todo es. A ello se sumaba la asombrosa condición de frontera imprecisa entre los vivos y los muertos de las inasibles criaturas del mexicano. 

Y aunque las diferencias entre las novelas de caballerías medievales y “Cien años de soledad” resultan inocultables en virtud de los drásticos cambios sufridos por la realidad real y su representación artística a lo largo de la historia, no se puede negar que la influencia de clásicos de nuestra tradición hispana como “El Amadís de Gaula” o Titant lo Blanc” son notorios en las páginas de la saga familiar de los Buendía en la medida en que la incontinencia anecdótica, el exotismo de los contrastes y la cohabitación de lo real objetivo y lo real imaginario forman parte de una totalidad indivisible en la que seres de carne y hueso se confunden con seres de fantasía y personajes históricos y de mito. Ya no anotó Vargas Llosa en su formidable ensayo: Lo probable y lo imposible transcurren simultáneamente en varios órdenes: en el individual y colectivo, en el legendario y en el histórico, en el social y en el psicológico. 
García Márquez contrariaba el pudor narrativo de la lengua española –empresa que de alguna manera Miguel Ángel Asturias ya había emprendido- y pretendía que su artefacto literario compitiera con la toda la realidad. Entonces, el realismo mágico conquistaba carta de plena ciudadanía, pues se trataba de presentar la realidad como si toda ella fuera mágica. Es decir, la fabricación de un clima sobrenatural, la deformación de las cosas y las cualidades extraordinarias de los personajes se manifestarían por medio de una redacción lacónica. Y la genialidad radica en que no se notan las costuras porque lo ordinario y lo inesperado se desenvuelven en el mismo plano de realidad. Por consiguiente, la mejor forma de adormecer al lector es convertir el milagro en parte del orden del mundo ficcional, que se cuenta por sí solo como si el narrador no interviniera. 

4. Carpentier y otoño 
Mientras que en el caso de lo real maravilloso, género de novela histórica desarrollado por el cubano Alejo Carpentier, el mito, la leyenda, lo insólito se sostienen, más que por la naturaleza de la anécdota, por el estilo barroco y por el contraste que se establece entre la mirada racional del narrador y el acontecimiento inaudito relatado o encarnado por ciertos personajes, indígenas o negros. 

No son inferiores la artesanía compositiva y el grado de complejidad de novelas carpentieranas como “El reino de este mundo” y “El siglo de las luces” a los collares de perlas del realismo mágico garciamarquiano. Son dos interpretaciones de un mismo estado anímico y mental consignado por primera vez en el “Diario de a bordo” de Cristóbal Colón, el primer novelista del Nuevo Mundo. 

En 1975 aparecería “El otoño del patriarca”, novela predilecta de académicos, críticos y buena parte de los lectores de García Márquez aunque menos popular y accesible que “Cien años de soledad”. En ella la superposición de voces, la multiplicidad de puntos de vista y los extensos párrafos nutren un poema en prosa que recrea al perfecto déspota latinoamericano. La tradición literaria del dictador, que en español se remonta a “Tirano Banderas” de Ramón del Valle-Inclán (dada a la luz en 1926) y que se extiende hasta “La fiesta del chivo” de Vargas Llosa, publicada en 2000, fue, durante los años del Boom, el resultado de un pacto creativo suscrito por los socios del Boom: García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y José Donoso. 

En Estocolmo, el hijo del telegrafista y de la niña distinguida recibía el Premio Nobel de Literatura 1982. Allí declaró que en cada línea que escribía trataba siempre de invocar los espíritus esquivos de la poesía, para añadir que “trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte”. 

Lo demás, la política, las ambiguas relaciones con el poder, sus silencios frente a los abusos de la revolución castrista, su ubicua presencia mediática rayana en el culto a la personalidad, la aún no esclarecida razón de la ruptura con Vargas Llosa, quien en 1972 en su calidad de presidente del jurado del Premio Rómulo Gallegos inclinó la balanza a favor de su entonces amigo epistolar, sus postreras y débiles obras, sus amores y odios son harina de otro costal. 

Que reposen las pasiones, transitorias. Es tiempo de catarsis. De purificación de la palabra que permanecerá por encima de los actos ajenos, aunque no tanto, de los mundos paralelos. 

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