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viernes, 25 de julio de 2014

El Dr. Ortega, a mi modo de ver, tuvo tres cualidades que lo destacaron. La primera fue una inteligencia sobresaliente, que le permitió advertir que las cifras de recaudo de la Dian no cuadraban con la realidad económica; eso lo llevó a buscar los huecos por donde se iba la plata y encontró varios. En 2010 (cifras de la Dian), el recaudo total del país alcanzó $70,2 billones (millones de millones); en 2012, esa cifra ya había subido a $99,2 billones de pesos, casi un 30% más. En 2011, el crecimiento del PIB fue de 6,6% y en 2012 bajó a 4%; claramente el sobresaliente aumento en el recaudo no fue el resultado de un mejor comportamiento económico. Un resultado colateral fue el descubrimiento de los grandes tinglados que se habían armado en la Dian y de las que no conocemos sino la punta del iceberg: el robo de las devoluciones del IVA, las manipulaciones a los sistemas, la corrupción. Esos tinglados no eran tan elaborados como a veces se quiere hacer creer; si alguien realmente los hubiera buscado, los habría encontrado. Pero solo hasta la llegada del Dr. Ortega se creó el ambiente necesario para identificar esos comportamientos, que sin duda ya tenían manifestaciones visibles al interior de la entidad.

La segunda cualidad del Dr. Ortega fue una honradez a toda prueba, que no necesariamente es excepcional entre los funcionarios públicos, pero que era, es y será imprescindible en el manejo de una entidad que no solo es la más poderosa del país sino también la que maneja más gestiones que se traducen en dinero contante y sonante. En estos años fue refrescante que el Dr. Ortega no solo fuera honesto sino que lo pareciera. Usando una expresión que a él le gusta mucho, “no es menospreciable” el mensaje que da un líder a su gente cuando da ejemplo de transparencia y pulcritud. 

La tercera cualidad es la que menos publicidad ha recibido, y es la que quizás merece más atención. En todo el mundo hay una fundada preocupación por la desigualdad en la distribución del ingreso; el gran problema en Colombia, como lo supo ver el Dr. Ortega, es que hay demasiada evasión. El Estado no le cobra a quien debe cobrarle sino a quien puede cobrarle, que son los más honrados o los que menos posibilidad tienen de evadir. El resultado de esta distorsión es que el sistema tributario colombiano se va cargando sobre los hombros de la mayoría que no evade, mientras que la minoría que evade se enriquece de una manera descomunal. De ahí la urgente necesidad que tiene el Estado de desarrollar mecanismos para detectar y reprimir la evasión y el contrabando, lo cual se logra no solo con textos legales, sino con una variedad de recursos físicos y tecnológicos con los que no siempre se cuenta (entre ellos, la honradez indispensable en los funcionarios). Parte de la labor silenciosa del Dr. Ortega fue sentar las bases para que Colombia se fortalezca en esos aspectos, a pesar de lo cual la triste verdad es que aún no hay, ni en el gobierno ni en la opinión, suficiente consciencia de su trascendencia. 

En nuestro país, salvo los presidentes, los funcionarios públicos no son dados a escribir sus memorias (y, cuando las escriben, la mayoría de las veces resultan decepcionantes). Yo sí quisiera que algún día (así sea dentro de varias décadas) el Dr. Ortega nos contara la verdad de lo que encontró en la Dian. ¿Para qué? Bueno, probablemente para nada. En Colombia, la verdad tiene una pavorosa falta de consecuencias. Lo que se llega a saber finalmente no conduce a nada: no hay condenas, o estas son irrisorias, o no castigan a los verdaderos autores, o estos se vuelan. Quizás por eso muchos apelan a los chismes o a las mentiras abiertas, porque estas sí tienen efectos tangibles: permiten deflactar acusaciones, evadir preguntas incómodas o cuando menos distraen. Las verdades que nos cantaba el Dr. Ortega fueron fructíferas porque él tuvo el coraje y la autoridad para hacerlas valer. Si no se le da continuidad a su gestión, a la vuelta de nada volveremos a oír las ficciones de siempre.