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lunes, 22 de agosto de 2016

En Colombia abundan los parafiscales. Los más conocidos son los aportes al Sena, Icbf y las cajas de compensación, pero existen muchas otras contribuciones, tales como la retención cafetera, los aportes obligatorios a ciertos sectores agrícolas, cacao, panela, palma y algodón, y la contribución obligatoria para los ganaderos (administrada hasta hace poco por Fedegán). También existen imposiciones parafiscales en petróleos, minas y gas natural.

De conformidad con la Ley 225 de 1995 y la jurisprudencia, estas contribuciones se caracterizan por: son exacciones obligatorias, creadas por ley, que se imponen como consecuencia del poder coercitivo del Estado; gravan únicamente a un grupo, gremio o sector económico y se invierten solo en beneficio del mismo grupo; la administración y ejecución del recaudo puede quedar en cabeza de entes privados, en virtud de contrato celebrado con la nación; y los recaudos se sujetan al control fiscal de la Contraloría General de la República.

A pesar de que las contribuciones parafiscales constituyen ingresos públicos, las mismas no están incluidas en el presupuesto general de la nación, ni toman parte de la Ley anual de presupuesto. La ausencia de estas cargas impositivas en el presupuesto nacional trae como consecuencia obvia el que dichos ingresos queden por fuera de la órbita de la planeación gubernamental. Así, los parafiscales no solamente constituyen una excepción al principio de unidad de caja que rige la hacienda pública, sino un rompimiento del enfoque de integralidad que debe prevalecer en la función de planeación de la inversión pública.

Con gran acierto señala Armando Montenegro en su más reciente columna de El Espectador (21 de agosto de 2016) que la parafiscalidad es una institución anacrónica que con frecuencia sirve para engordar burocracias, sin que se pueda ejercer mayor control sobre su ejecución.  El problema no es sólo la dificultad en el control por parte del gobierno o de los mismos agremiados, sino los graves efectos contrarios a la libre competencia que pueden generarse durante los años de existencia de dichas cargas impositivas.

Ciertamente y aún cuando no existen muchos estudios económicos actualizados que permitan valorar a ciencia cierta el impacto que trae cada parafiscal sobre los mercados y los consumidores, existen múltiples elementos de juicio que dan una señal clara de que en la mayoría de los casos son más altos los sobrecostos y las ineficiencias generadas, que los beneficios directos para los agremiados. A eso se suma la imposibilidad de trasmitir homogéneamente los beneficios a todo el sector respectivo. 

En ese sentido, los efectos positivos usualmente se quedan en poder de unos pocos empresarios, aquellos que mayor influencia tienen sobre el respectivo gremio.

Por las razones anteriores, bien vale la pena empezar a trabajar en el desmonte del modelo de parafiscalidad que, si bien pudo haberse justificado en el pasado, hoy se ve como una institución anacrónica, ineficiente, que puede provocar graves inequidades y restricciones injustificadas a la competencia.