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Analistas 27/04/2016

La ilusión de la identidad

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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De los tres conceptos presentados hace unas semanas como problemáticos dentro de la gestión de la biodiversidad, los ecosistemas y sus servicios derivados, el de la identidad es probablemente el más complejo a la hora de plantear las posibilidades de intervención y transformación del territorio, algo que por demás es inexorable. La identidad es una noción que tiene profundas implicaciones culturales y filosóficas, por cuanto es una propiedad emergente del ser, es decir, es ontológica y se asocia con la persistencia de las cosas a lo largo del tiempo, algo que siempre es correlativo. El cacao, por citar un ejemplo, es una planta que apenas lleva 10 millones de años en el mundo, para no hablar de la transformación de una rama evolutiva de primates en humanos y sus proyecciones post-humanas hacia la existencia cyborg, una perspectiva abrumadora. 

La cuestión de la identidad fue claramente planteada por los presocráticos que, sin atormentarse, dudaron de la permanencia de las cosas, una duda “corregida” inicialmente por Platón y luego por Aristóteles. La tranquilidad duró hasta que se descubrió el comportamiento simultáneo de la luz como onda y como partícula, agravada por el descubrimiento reciente de las ondas gravitacionales. Un problema insoluble a la luz del nominalismo y con grandes repercusiones en el derecho: ¿qué es una cosa que puede ser dos, o tener diversas manifestaciones?  ¿Qué es, en sentido estricto, empírico, lingüistico y legal, un humedal, un páramo, una selva? 

La naturaleza, por otra parte, es susceptible de ser aprehendida de muchas formas, irreductibles entre sí, haciendo que las categorías “obvias” para describirla ni siquiera existan en muchos sistemas de conocimiento. La noción de ciencia única y verdadera, por ejemplo, ha sido cuestionada por los mismos académicos al detectar en ella los mismos elementos dogmáticos de la religión y los mismos efectos colonizadores del imperialismo, pues desde la constatación de la evolución biológica, basada en la selección natural, nada tiene una identidad definitiva y la realidad es más líquida e inestable de lo que nuestra mente nos hace creer, haciéndola un objeto político domesticable solo por el acuerdo colectivo. 

En ese sentido, el uso de la noción de identidad en ecología es tremendamente problemático. Hablar de la existencia de los ecosistemas como objetos puros es impensable, pese a lo cual hoy basamos gran parte de nuestras decisiones de manejo en ello, como si la Magia Salvaje no fuera una fantasía, deliciosa, pero irreal: solo la cultura es capaz de darle esa connotación, de estabilizarla dentro de ciertos parámetros. De hecho, las “ciencias de la conservación”, una respuesta práctica a la destrucción de la naturaleza por parte de la humanidad, navega entre las áreas protegidas “a perpetuidad” y la gestión de procesos dinámicos, más ajustados al movimiento perpetuo del universo y los seres vivos, dentro de los cuales somos preponderantes (después de las bacterias). La construcción de conceptos como selva, sabana o desierto con las que pretendemos garantizar la continuidad de la vida, aún se ajusta cada día: “delimitamos” páramos y hacemos ciertas traducciones jurídicas muy imperfectas de hechos heterogéneos, difusos y cambiantes: la maldición de la modernidad malinterpretada por las instituciones. La eternidad definida por decreto…

Nada hay en la naturaleza que no sea una cosa y al siguiente instante la otra. Y todo lo contrario.
 

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