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La escuela de superchefs en Perú, el exitoso proyecto de Gastón Acurio en Pachacútec

martes, 20 de enero de 2015
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Con un poco de suerte, y venciendo un tráfico imposible, viajar en carro desde Lima a esta incubadora gastronómica lleva un par de horas. Se trata del Instituto de Cocina Pachacútec, nombre del noveno gobernador del señorío inca y que bautiza una zona del Distrito de Ventanilla (a 40 kilómetros de la capital peruana, en la provincia del Callao), urbanizada sobre un desierto: 250.000 viviendas de ladrillo, palés y esteras. “Pachacútec, ciudad que camina hacia el progreso y el desarrollo”, reza un grafiti.

Gastón Acurio, artífice de un movimiento gastronómico made in Perú, impulsó en 2007 esta escuela como proyecto social destinado a jóvenes desfavorecidos. Un centenar de aspirantes a chefs y una treintena de futuros camareros (mozos) atraviesan a diario el desierto del Callao a pie, en bicicleta o autobús, rumbo a un centro en el que han tenido como profesores a Ferran Adrià (elBullifoundation), Albert Adrià (Tickets), Andoni Luis Aduriz (Mugaritz), Joan Roca (El Celler de Can Roca), Xabier Gutiérrez (Arzak) o el danés René Redzepi (Noma).

En dos décadas, Acurio ha devuelto el orgullo patrio de la gastronomía y ha actuado como motor económico y social de un país que, en 2013, registró un crecimiento de 5,8% (3-4% estimado para 2014). Lima supera el centenar de escuelas culinarias, con 80.000 estudiantes; Acurio lidera un imperio de 42 restaurantes y Perú brilla con chefs como Virgilio Martínez, número 15 del ranking mundial con Central, en la capital.

En este caldo de cultivo nació la escuela de cocina, dentro de la Universidad Laboral de Pachacútec, a su vez gestada por el español Santos Toledano, expiloto de Iberia, al frente de la ONG Ayúdales a Vivir. En unos terrenos donados por el Gobierno de Alejandro Toledo, expresidente de Perú, se formaban electricistas y enfermeros; al sondear otros intereses entre la población de la zona surgió la cocina. Acurio fue su promotor. Una placa recuerda que empresas como Repsol o Endesa costearon su austero edificio de una planta.

Declarados fans de Adrià o Roca, sus alumnos recorren hasta tres horas diarias para aprender el oficio de chef o restaurantero. Aún así, son unos privilegiados. Para conseguir su plaza, unos 500 aspirantes al semestre (en un año natural, se inician dos cursos académicos) realizan un examen de cultura general. Es la primera criba: reduce el cupo a 120 alumnos, que pasan prueba psicológica y entrevista personal. Se seleccionan 40, que participan en un ciclo cero, unos meses de formación que sirven como introducción y que, además, funcionan como último filtro: de los 40 que lo realizan, sólo 23 alumnos por semestre (46 al año) son admitidos finalmente en Pachacútec.

En este desierto de polvo, en donde destacan las chaquetillas blancas y negras (cocina y sala) que uniforman a los alumnos, no hay lugar para la caridad. Los estudiantes pueden ser expulsados si faltan a clase, son amonestados por impuntualidad y pagan 115 soles (US$38) al mes en la escuela de cocina (dos años y medio de formación) y 65 (US$22) en la de sala. “La mayoría no puede pagarlo. Por eso, les ayudamos a buscar trabajo en fin de semana. Se les cobra para que valoren la oportunidad”, argumenta Karina Montes, coordinadora de la escuela.

Una escuela que les enseña a los chefs a ser grandes
Aprenden sobre tradición, técnica, producto, trabajo en equipo y gestión. “Nunca había conocido a personas tan motivadas”, afirma Javier Tucno. Este cocinero de Tanta (bistró de Acurio) forma parte de un claustro de 30 profesores voluntarios.

De la escuela, que ya cumple su séptima promoción de cocineros y tercera de mozos, han salido más de 400 profesionales. Les acompaña Ignacio Medina, español afincado en Lima que, aparte de pieza clave en Pachacútec, impulsó la instalación de un container-biblioteca en la escuela.

El club de exalumnos suma experiencias: un negocio de venta ambulante de hamburguesas, prácticas en Tanta, Central o Gustu (en La Paz); o la historia de un joven que empezó de ayudante de cocina en un hotel limeño y ya tiene a 27 personas a su cargo. “Todos podemos ser grandes”, advierte un chico.

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