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miércoles, 7 de octubre de 2015

Posteriormente apareció la Ley 446 de 1998, que si bien no se encargaba exclusivamente de la conciliación, sí mantenía la misma óptica de buscar mecanismos de descongestión. Tras una corta existencia en esa materia, se expidió la Ley 640 de 2001, que recogió la normatividad existente e incluyó el concepto de la conciliación como requisito de procedibilidad, para posteriormente poder acudir a la jurisdicción en un sinnúmero de asuntos. Esta situación fue percibida como un obstáculo para los litigantes, quienes se veían forzados a agotar un mecanismo obligatorio previo, a sabiendas de tener pocas posibilidades de éxito.

Nuevamente, con la aparición de la Ley 1395 de 2010, aparece el enunciado aquel de que se adoptan medidas en materia de descongestión judicial, y nuevamente surge la concepción errónea de que la conciliación era el obstáculo que separaba el interés subjetivo del ciudadano del aparato judicial que, a la postre, aunque lento y obsoleto, algún día resolvería su problema; por lo cual, mientras más rápido pudiera vencer el odioso formalismo, mucho mejor.

Ahora bien, cabe preguntarse si es en verdad la conciliación un mecanismo odioso que solo busca, torpe y obligatoriamente, obtener la descongestión de los despachos judiciales. 

Trascurridas muchas horas de intensa negociación, algunas rodeadas del tedio derivado de la necesidad de agotar un formalismo que para algunos casos es estéril, pienso que la conciliación es un mecanismo útil, que vale la pena agotar, pero no considerando que el beneficio es para la Rama Judicial, para hacer obligatorio un trámite con la esperanza de que las partes arreglen sus diferencias o simplemente se aburran tras no poder franquear un obstáculo y se abandonen a su suerte o decidan solucionarlo por mecanismos menos civilizados.

En los últimos meses el ejercicio me ha llevado a estar a ambos lados de la mesa de conciliación, asistiendo tanto a convocantes como a convocados. Si bien no toda conciliación llega a buen término, tengo en mis recuerdos la satisfacción de que, con aquellos logrados, tanto convocantes como convocados han podido continuar sus actividades normales, lo que ha redundado no solo en tranquilidad sino en un aporte, aunque sea mínimo, a la justicia. ¿No es importante esto también? ¿O es importante solo en la medida en que los números de la congestión del aparato jurisdiccional no sigan subiendo hasta cifras ridículas? 

Cada uno podrá llegar a sus propias conclusiones, pero estoy convencido de que, cuando se concilia, no importa cuál sea la conclusión; esta siempre será buena.

A partir de lo anterior, me pregunto si no será mejor plantear la conciliación de una manera más integral, a partir de la propia formación del abogado en las facultades, y no esperar a que el trasegar de su ejercicio lo lleve a formarse su propia concepción de la conciliación como obstáculo o como herramienta útil de acceso a la justicia.