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martes, 29 de noviembre de 2016

Existen múltiples modalidades de colusión, entre las que se destaca la presentación de una oferta económica muy alta o muy baja por parte de uno de los oferentes coludidos para distorsionar la fórmula de evaluación y aumentar las probabilidades de éxito de otro licitante amañado. En muchas ocasiones, las maniobras defraudatorias se sofistican, a tal punto que se echa mano de la teoría matemática de juegos para perfeccionar los cálculos sobre el rango de precios a que la oferta verdadera y la oferta mentirosa deben apuntar para maximizar las posibilidades de éxito de la colusión.

Las normas anticolusión sancionan también los acuerdos para repartirse las zonas geográficas o los diferentes tramos de una licitación, o las promesas secretas de cesión de contratos o subcontratación.

Aparte de que la colusión constituye también un acto de corrupción y puede acarrear la configuración de varios tipos penales, es por sí sola y de manera autónoma, una práctica contraria a la libre competencia, tan grave y dañina para la economía como lo son los carteles de precios y por ello, está expresamente prohibida por el decreto 2153 de 1992 (art. 47, 9) y es sancionada con la máxima severidad (hasta 100 mil salarios mínimos mensuales).

Cada proceso contractual organizado por cualquier entidad pública constituye un mercado por si mismo y a dicho mercado, le recaen en su plenitud todas las reglas y principios de la libre competencia. En ese sentido, la colusión daña la competencia porque afecta ilegítimamente las posibilidades de acceder al mercado de los competidores no coludidos, quienes ven mermadas sus posibilidades de hacerse al contrato por razones ajenas a su oferta de calidad y precio.

En el mediano plazo, los mercados incididos por este flagelo terminan excluyendo del juego a los oferentes más competitivos en precio y calidad y, concentrando el poder de mercado en manos de quienes ofrecen precios elevados y calidades menores a las disponibles en la economía. En últimas, se genera un triple efecto macabro: 

(i) los empresarios honestos y competitivos terminan quebrándose o marginalizándose porque no pueden competir contra la tenaza de los coludidos, (ii) los usuarios de los servicios de las entidades públicas afectadas terminan padeciendo la mala calidad y los sobreprecios en los servicios y, (iii) las distorsiones de dichos mercados se traducen en sobrecostos del funcionamiento estatal que terminan pagando los contribuyentes.

La protección de la libre competencia es un deber de obligatorio cumplimiento para los servidores públicos, quienes tienen la responsabilidad de reaccionar de forma decidida ante cualquier sospecha de colusión y darle mayor visibilidad a cada proceso contractual , brindando garantías efectivas, realizando convocatorias amplias y notorias y, asegurando que participe el mayor número de oferentes posibles. Bien se sabe que el mejor antídoto para la colusión es la competencia abierta y plural, en donde se diluyen los efectos de los acuerdos ilícitos y los licitantes íntegros pasan a ser una vigorosa mayoría.