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Juan XXIII y Juan Pablo II: dos santos marianos

viernes, 25 de abril de 2014
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La canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II es un gran acontecimiento eclesial y un signo de esperanza para el mundo. Cuando hay santidad existe un fundamento sólido sobre el que construir el futuro. En el cristianismo, y de modo particular en los santos, encontramos respuestas a los problemas más profundos del hombre y de la sociedad, que tienen con frecuencia su origen en un alejamiento de Dios.

Es motivo de gratitud a Dios observar que, durante las últimas décadas la Iglesia haya sido conducida por la santidad, es decir, por personas santas: dos de los tres pontífices ya fallecidos (Juan XXIII y Juan Pablo II) serán canonizados este domingo, y el proceso para la beatificación del tercero de ellos (Pablo VI) se encuentra muy avanzado.

Juan XXIII es, sobre todo, el Papa que convocó el Concilio Vaticano II. Como sucesor de Pedro condujo la Iglesia, con mano firme y paterna, a esa experiencia extraordinaria de fe y de renovación personal y colectiva que ha sido, y es, ese acontecimiento eclesial: se trataba de hablar al corazón del hombre de nuestra época, como subrayó la Constitución Gaudium et Spes. El Papa Roncalli ayudó a colocar la vocación a la santidad en la raíz misma de la condición cristiana. 

Para la humanidad, Juan XXIII es también el Papa de la paz, porque en un momento histórico delicadísimo no dudó - siguiendo el ejemplo de sus predecesores - en poner los medios oportunos para evitar la guerra, implicando su autoridad moral y religiosa en la elaboración de una doctrina universal, sobre los presupuestos de la paz y sobre la dignidad del ser humano. 

Juan Pablo II era un sacerdote enamorado de Dios y de los hombres, creados a imagen de Dios en Cristo. Movido por la caridad, convocó a toda la Iglesia a la “nueva evangelización”, remarcando a su vez el papel que corresponde a los laicos en esta tarea de hacer presente a Dios en la vida de las personas y de los pueblos. 

Durante los años de su pontificado hemos profundizado con luces nuevas en la bondad y la misericordia de Dios. Sus palabras, sus gestos, sus escritos, su entrega personal -en la salud y en la enfermedad- han sido instrumentos de los que se ha servido el Espíritu Santo, para acercar a muchísimas personas a la fuente de la gracia, y para que millares de jóvenes respondieran afirmativamente a la llamada de Cristo al sacerdocio, a la vida religiosa, al matrimonio y al celibato apostólico laical. 

La canonización de estos dos grandes pastores sucede a las puertas del mes de mayo, mes de María. Es este un rasgo que acomuna a los dos nuevos santos: su amor tierno y profundo por la Virgen. 

La Virgen Santísima ocupa un puesto relevante en la vida espiritual de cada fiel, pero también en la edificación misma de la Iglesia. Por eso, en el marco de las canonizaciones del domingo, me gusta recordar estas palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer: «Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir:  ¡todos, con Pedro, a Jesús por María!» (Es Cristo que pasa, n. 139). Me da alegría que sea el Papa Francisco, papa mariano también, quien haya decidido estas dos canonizaciones. Los tres han mostrado que el contenido de la caridad no es meramente humano, sino que se trata de dar a Cristo a los demás, que es lo que llevó a cabo Santa María en servicio de toda la humanidad. 

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