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lunes, 16 de septiembre de 2013

Tras diez meses de espera el Presidente Santos anunció la postura de su gobierno ante el fallo -sobradamente glosado- de la Corte de la Haya en la controversia territorial y de delimitación marítima con Nicaragua.

Durante casi un año de silencio oficial, se instaló en la mayoría de la sociedad colombiana que la única respuesta “digna” al fallo era el desacato y cualquier otra cosa, casi traición. Así que cuando Santos apareció ante la opinión pública decidió contentar a la audiencia doméstica con una mezcla de tono contundente, cuasi belicoso, y argumentos confusos y de dudosa viabilidad. 
 
La alocución presidencial arrancó declarando el fallo de La Haya inaplicable, lo que supone un gran problema, porque en el derecho internacional el concepto de inaplicabilidad no existe. La legión de abogados y expertos internacionales a los que la Cancillería acudió en busca de ideas para cuestionar el resultado del fallo actualizó la vieja fórmula de tiempos de la colonia de “acatar más no cumplir”. 
 
Con ese retruécano el presidente asumió la tesis del desacato pero sin decirlo, dándole otro nombre. Un desacato, limitado por ahora a las declaraciones, pero que puede pasar a ser desacato efectivo si la Armada Colombiana acaba haciendo presencia en las aguas en disputa, a lo que el presidente, de hecho, también aludió. 
 
Para destrabar la situación, según el gobierno colombiano, sólo cabe la negociación directa con Nicaragua de un tratado que resuelva el asunto de los derechos de los sanandresanos para la explotación y pesca y fije ciertas medidas de protección medioambiental. Curioso. Una semana antes Daniel Ortega había lanzado esa misma idea. Curioso. Si se recurrió a la instancia de La Haya fue precisamente porque ambos países habían sido incapaces de llegar a tal acuerdo. ¿Vuelta a la casilla inicial? ¿Entonces para qué el pleito? 
 
Para redondear su comparecencia, Santos, sin aclarar nada respecto a la estrategia que usará para imponer en las instancias internacionales la tesis de la inaplicabilidad, acusó al gobierno nicaragüense por desarrollar una política expansionista en el Caribe. En Managua, obviamente, el mensaje no puede haber caído bien y habrá que ver si Daniel Ortega mantiene la oferta de negociar un tratado o empieza a exigir la aplicación del fallo inaplicable. 
 
En definitiva, Juan Manuel Santos optó por un mensaje confuso en cuanto al derecho internacional pero diseñado para reafirmar la convicción, ya asentada entre los colombianos, de que el desacato es la vía. El tono agresivo del mandatario aspiraba a compensar los recientes fiascos -en la comunicación y en la gestión- en el paro agrario y a contrarrestar la imagen de presidente débil que se viene extendiendo entre muchos colombianos. Así la alocución del pasado lunes fijó una narrativa, sencilla pero efectiva: Nicaragua es el agresor; Colombia ve amenazada su soberanía; el presidente es el paladín que acude a la defensa. 
 
Como apelar al nacionalismo da réditos toda la clase política apoyó al presidente. Desde el uribismo hasta el Polo Democrático, ni una voz disidente. Tras diez meses, el presidente Santos y la canciller Holguín lograron acallar el único tema de política exterior que tenía el potencial de obstaculizar la posible campaña reeleccionista. 
 
El gobierno de momento esquiva el problema, pero no ha dado respuesta a temas trascendentales sobre el análisis del manejo que da Colombia a su política exterior -llena de embajadores amateurs y nombramientos por cuotas y roscas- y estudiar por qué en el caso de la controversia territorial y de límites marítimos con Nicaragua se haya llegado a hablar de desacato. Así sea con otras palabras.